#OPINIÓN Vidrios rotos #19Sep

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La política en Estados Unidos parece ahogarse en un conflicto suma-cero, en el que la mitad de la población se opone a lo que cree que quiere la otra mitad.

Temas de simple sentido común o tan estrictamente personales como la libertad reproductiva, el control de las armas de fuego, o la conservación del medio ambiente se vuelven objeto de enervadas pasiones políticas.

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La administración de una lógica política migratoria se va contaminando de vestigios de racismo y xenofobia, excitados por la demagogia.

Parecen quedar relegadas a un segundo plano las auténticas prioridades políticas de toda nación sobre economía, libertades individuales, justicia y seguridad.

De lado y lado todo parece simplificarse y volverse un superficial “reality show” donde lo anecdótico o excepcional se agranda y se proyecta como generalizado.

Algunos lamentan la falta de buenos líderes. Olvidan que Goethe señaló que nadie es héroe a los ojos de su sirviente; y hoy ese valet son la comunicación instantánea y los medios sensacionalistas que escudriñan y exageran las intimas verrugas de todo ser que salga a la luz pública.

Señalado esto, la intensidad de los conflictos en Estados Unidos no es algo nuevo. La veta puritana allí existe desde su origen y a veces lleva a plantear los conflictos en términos maniqueos del bien y del mal.

El apasionamiento se ha manifestado desde lo disparatado – la prohibición del consumo de licores – hasta lo catastrófico con la guerra civil más sangrienta que ha tenido la humanidad.

Quizás por eso a lo largo de la historia de esa gran nación, más allá de lo que Gonzalo Barrios denominó “trompadas estatutarias” electorales allá se han tratado de observar una serie de prácticas políticas como el debate y la conciliación de conflictos que – lejos de ser censuradas
-tradicionalmente han sido consideradas encomiables.

La democracia norteamericana siempre se basó en sólidas instituciones y un fuerte equilibrio de poderes, pero también en tradiciones, valores, usos y costumbres cívicas que el común de la ciudadanía solía respetar y admirar: El civismo, el espíritu público, y la avenencia en los conflictos por sobre todas las cosas.

Por eso no se justifica la proyección apocalíptica que algunos hacen del futuro de esa gran nación. Apartando todos los bulos, exageraciones e histrionismos, son más los valores y tradiciones que les unen que aquellos que los separan.

A veces los pueblos – hastiados por las frustraciones de la política cotidiana – meten toros en la cristalería para ver si cambian las cosas. Al final solo quedan los vidrios rotos.

Antonio A. Herrera-Vaillant

[email protected]

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