Entre los preceptos más claros e importantes de la Constitución están los del artículo 136, de las disposiciones fundamentales del Poder Público. Textualmente reza: “El Poder Público se distribuye entre el Poder Municipal, el Poder Estadal y el Poder Nacional. El Poder Público Nacional se divide en Legislativo, Ejecutivo, Judicial, Ciudadano y Electoral.” Y en su único aparte agrega “Cada una de las ramas del Poder Público tiene sus funciones propias, pero los órganos a los que incumbe su ejercicio colaborarán entre sí en la realización de los fines del Estado.”
¿Qué significa esto?
Que el diseño constitucional, en consonancia con el esquema clásico del Estado democrático de Derecho que entre nosotros se proclama además social y de justicia, nos pauta un poder público distribuido territorialmente y dividido o separado funcionalmente.
¿Por qué?
Porque el aprendizaje de la humanidad, su experiencia histórica de siglos buscando equilibrar la necesidad de la existencia del poder con la de mantenerlo en su cauce de servicio a la sociedad, ha ido contribuyendo, no sin conflictos ni libre de tentaciones de abuso o desmesura, a que el poder fuera transformándose de personal a institucional, de concentrado a repartido, de absoluto a limitado.
¿Para qué?
Para que cumpla con su razón de ser que es la procura del bien común y no pueda convertirse, como ha ocurrido más de una vez en la historia, en opresor del pueblo al que debe servir. La distribución territorial acerca el poder y los recursos a los problemas y la gente que los padece. La división funcional establece controles mutuos y equilibrios diseñados para evitar el peligro que advertía Montesquieu hace casi trescientos años: “Todo estaría perdido si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de los principales o de nobles, o del pueblo, ejerciese estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias de los particulares.” Porque la tentación de mandar en todo y sobre todos es tan antigua como dañina.
Es un solo Estado, pero su poder no es único ni mucho menos omnímodo. Sus diversos órganos colaboran entre sí para realizar unos fines que nadie impone. Son los del bien común que en Venezuela, el artículo 3 deja claritos: “El Estado tiene como fines esenciales la defensa y el desarrollo de la persona y el respeto a su dignidad, el ejercicio democrático de la voluntad popular, la construcción de una sociedad justa y amante de la paz, la promoción de la prosperidad y el bienestar del pueblo y la garantía del cumplimiento de los principios, derechos y deberes reconocidos en esta Constitución. La educación y el trabajo son los procesos fundamentales para alcanzar dichos fines”.
Debe funcionar como una orquesta, con diversos instrumentos que suenan diferente, su partitura es la constitución y su director el pueblo soberano.
Ramón Guillermo Aveledo