La afirmación hecha pública por la Cancillería de Colombia, avanzada por Bolivia durante la reunión reciente de la OEA y a cuyo tenor no podría su Consejo Permanente debatir ni adoptar medidas con relación a Venezuela al no ser esta un Estado parte, implica una grave y peligrosa desviación para el sostenimiento de la democracia y la libertad en las Américas.
Todavía más, los que eso sostienen y los que impidiesen la adopción de una resolución demandando de la dictadura venezolana presentar y someter a observación internacional experta sus actas electorales, han vulnerado abiertamente cuestiones de orden público internacional. Me refiero a las que tienen su asidero en los principios consagrados desde 1945 tras la Segunda Gran Guerra, asentados con las Declaraciones Americana y Universal de Derechos Humanos y que son sustentos del Derecho internacional contemporáneo, universal e interamericano.
En concreto, la OEA se encuentra ante una cuestión que desborda la hipótesis de una mera violación, por fraude electoral, de estándares legales internos o técnicos internacionales a los que debe someterse todo acto de votación en una democracia. En el caso, tras la declaración del presidente del Consejo Nacional Electoral venezolano, en cuanto a que Nicolás Maduro es presidente reelecto, sin que hubiese mediado un conteo de actas ni la emisión progresiva de boletines y arguyendo en su defensa un atentado ocurrido contra el sistema de transmisiones de votos para ocultar las mismas actas, configura una grave alteración del orden democrático. Así cabe calificar jurídicamente lo ocurrido, a tenor de la Carta Democrática Interamericana. Pero volvamos a la cuestión de fondo.
Si el procaz argumento colombiano-boliviano tuviese algún asidero, cualquier Estado que desee hacer la guerra y violar sistemáticamente los derechos humanos de su pueblo sin verse perseguido por el Derecho internacional, le bastaría denunciar la Carta de San Francisco y retirarse de la ONU y de los demás organismos internacionales a los que pertenece. Tanto como, en las Américas, los Estados que han decidido atentar contra la dignidad humana – los derechos políticos, no se olvide, hacen parte de los derechos humanos de primera generación – como Venezuela, Ecuador, Bolivia, Nicaragua, lo primero que han hecho durante el curso de las últimas décadas ha sido conspirar contra la OEA y su sistema interamericano de protección; al punto que, la misma Venezuela, violando la Constitución vigente de 1999, denunció primero la Convención Americana de Derechos Humanos y luego el Pacto de Bogotá, que instituye a la Organización de los Estados Americanos.
Pues bien, a Colombia y a Bolivia, por lo pronto y a los Estados que dentro de la OEA se han sumado a la artificiosa tesis, cabe decirles que siendo ellos parte del Sistema Interamericano, entre ellos mismos, cuando menos y en cuanto a la seguridad democrática y la defensa de derechos humanos en el Hemisferio, les es obligante acordarse y determinar sobre sus comportamientos colectivos en tan graves asuntos. Más omitieron al respecto, sin explicar – de ser cierta la tesis de que no pueden pronunciarse sobre asuntos de Estados que no son parte de la OEA – como fue que en el año 2022 se pronunciaron sobre un Estado ajeno, y me refiero a Ucrania, para “declarar el deterioro de la situación humanitaria en Ucrania profundamente preocupante y totalmente inaceptable y, en este sentido, exigir el respeto de los derechos humanos y el cese inmediato de actos que pueden constituir crímenes de guerra”.
El asunto, en suma, es que, por una parte, la Constitución venezolana consagra en su texto el derecho humano de petición internacional de toda persona – sin necesidad de que pase por las alcabalas de su Estado – a efectos de ver protegidos sus derechos, como el que se respeten sus derechos políticos a elegir; siéndole imposible al Estado venezolano desligarse internacionalmente al respecto. Y por la otra, a la luz del derecho internacional de los derechos humanos, los principios de protección de la persona y sus libertades son inderogables, como esos que dimanan de la Carta Democrática Interamericana que consagra a la democracia como “derecho de los pueblos” y los contenidos en la Declaración Americana de Derechos Humanos, como el derecho de sufragio y de participación en el gobierno, y el derecho al orden social que lo asegure, como reza la Declaración Universal.
La falsa tesis colombiana y boliviana, de neta factura ideológica, pudo acaso valer antes del Holocausto y en el viejo Derecho internacional. No es más así. Y la Carta Democrática, que ciertamente no es un tratado, es una interpretación auténtica de las obligaciones que en materia de derechos humanos y entre éstos los derechos políticos hacen parte del denominado Derecho imperativo (ius cogens), del que no puede desligarse ningún Estado a riesgo de incurrir en una violación palmaria del Derecho internacional. Y eso pasó ayer en la OEA.
A los entendidos sobre estos asuntos cabe recordarles que, más de una vez Israel frente al asunto palestino, en sede de la Corte Internacional de Justicia, alegó que no siendo Palestina Estado parte reconocido a la luz de algunos tratados de Derecho humanitario, mal podían invocarse estos en su favor. Y la Corte le recordó, claramente, que las normas que tienen que ver con la protección de las personas – piénsese en los votantes venezolanos cuyos derechos políticos han sido aplastados por la dictadura de Maduro – obligan a todos los Estados, sean o no Estados parte, pues se trata de “principios intransgredibles (sic)”.
Por lo visto y es esta la desdorosa conclusión, a la luz de lo expuesto: Una mayoría del Consejo Permanente de la OEA conjugó a favor del gendarme, del Estado y su gobierno, olvidando proteger a sus víctimas, al pueblo venezolano. Enterró los principios fundantes del Derecho internacional que obliga a todos a no hacer la guerra, a resolver pacíficamente los conflictos, y a proteger los derechos fundamentales de la persona humana en todas las instancias.
Asdrúbal Aguiar