El hombre como los paisajes tiene sus subidas y bajadas; el viento cincela las rocas, el río las redondea dejando su huella en cada grieta del abismo, cuyo borde es testigo de los silencios dormidos que va dejando la soledad sobre el camino…
Las sublimes experiencias del tiempo de aquel joven al que cariñosamente llamaban Tarugo, le daban la sensación de formar parte de ese paisaje amado, de su río, de su pesca, del concierto de los pájaros al amanecer, caminar por los senderos, la quietud de aquel entorno, las estridencias de las cigarras en su temporada y la belleza de la ruta bajo esa luz tenue que veía filtrarse por las copas de los infinitos tonos verdes que realzan la belleza de los árboles de aquel recoveco mágico que fue siempre su paraíso inolvidable.
Con el tiempo fueron pocos los momentos que tuvo de poder regresar a su amada tierra y sus encantos. Ya no volvió a cargar su mochila, sus aperos, las lombrices, sus anzuelos ni la merienda que lo acompañaban en sus mejores tiempos. Siempre se ufanaba del exceso de cosas de aquel lugar que llevaba en el corazón. Muchas razones hubo para volver, pero el tiempo, la lejanía, las responsabilidades familiares y el trabajo le fueron atrapando hasta que ya no hubo tiempo y pasados los años el cansancio de la edad le cortó la ilusión de volver. Allí quedaron las raíces de su gran cariño sembradas en el fondo de su río…
Con cariño le llamaban Tarugo, mote que tuvo hasta el final. Ingeniero de profesión, brillante, capaz y siempre dispuesto a la lucha. Su dedicación a la industria y empresas a las que enriqueció y entregó sus mejores conocimientos, su sabiduría y su vida entera, dedicándoles sus mejores años productivos, lo volvió esclavo del trabajo, se olvidó de él y en ocasiones de su familia. Fue tiempo en el que los ricos empresarios se arrimaban a su gran experiencia y conocimientos entre otros la industria harinera, siempre que necesitaban sus servicios profesionales, en ocasiones para salvarles la empresa de la quiebra, la mala o baja producción.
Fue posponiendo sus mismas vacaciones trabajando a un ritmo sin tregua. Se metió hasta el cuello en su mundo de trabajo. Aun siendo productivo y estando sus capacidades al máximo, lo dieron de baja porque ya no tenía 30 años ni 40 para dar lo máximo de su capacidad humana. Se sintió golpeado emocional, física y espiritualmente por sus jefes a los que enriqueció sobremanera. Perder su trabajo cobró un alto precio a su salud.
Llegó la depresión cuando él aún estaba lleno de energía. Poco a poco fue perdiendo interés sobre lo que antes le ilusionaba (como le pasa a la mayoría de los que se jubilan porque ya no les sirven a las empresas). Se fue hundiendo en la aflicción que lo condujo a estados de llanto, a rebelarse, a enfrentarse a los que tenía al lado, surgió la desesperanza y deseo de morir, síntomas característicos de la depresión. La desgracia de llegar a los sesenta o setenta años cobra un alto precio a la salud en nuestros países…
Atrás quedó el bagaje de sus sueños, su río, sus viejos, su vida plena, sus momentos mágicos. El trabajo arduo le llevó a perder de vista sus sueños, olvidó invertir más tiempo en seguir encumbrando sus ilusiones, en amar la vida y gozar de sus maravillas.
Sus recuerdos más queridos fueron siempre los de su juventud. Al envejecer sintió que su más grande alegría y el porqué de su vida de lucha fue la de haber engendrado cuatro fabulosos hijos, gracias a su gran ejemplo hoy hombres de bien, inteligentes y profesionales destacados.
Érase una vez un hombre que a pesar de haber recibido tantas ingratitudes, se fue al cielo con su frente en alto y todos sus sueños intactos…
Amanda Niño P.