“No basta decir solamente la verdad, más conviene mostrar la causa de la falsedad”.
Aristóteles
Reflexión donde no alcanza la comprensión.- Dale poder a un hombre y conocerás su verdadero carácter y su verdadero corazón. Esta frase nos trae en cuenta sobre lo que nos advirtió José de San Martín cuando expresaba que «la soberbia es una discapacidad que suele afectar a pobres infelices mortales que se encuentran de golpe con una miserable cuota de poder». Popularmente la expresión viene así: «dale poder a Juan y conocerás a Juan». Dicho de otro modo, las personas se conocen cuando estando en puestos de poder, por muy minúsculos que sean estos cargos u oficios, hacen aflorar la esencia de quienes los ostentan. Su bondad o su maldad. En el desempeño de estos «puestos» incluso un portero que experimenta la embriaguez de ser quien «administra» la entrada de la gente en una oficina pública o privada puede verse dominado por su propia jactancia y prepotencia en caso de que esta variedad de discapacidad permaneciera dormida en el diseño de su personalidad. Percátese entonces cómo sería la soberbia en un funcionario o un gerente de lo público o lo privado. Así experimentan algunas personas el efecto «enloquecedor» cuando asumen actividades en las que por su propia naturaleza ostentan de golpe y hasta por azar minúsculas cuotas de poder, que cuando no saben dosificar para hacerse autoinmunes a lo circunstancial, entonces psicológicamente se les suben los humos. Hasta los menos, se sienten lo más, cuando por razones circunstanciales degustan un «instante» de poder. ¿Qué podríamos decir de aquellos cuyos cargos o puestos les reclaman mayores responsabilidades? Solo les recomendaríamos a todos, a los primeros y a los segundos. ¡Humildad, pues!, humildad, que la vida da muchas vueltas. Nunca humilles a nadie que aquí todos somos iguales, ahorita estás arriba, mañana quién sabe. Es preferible que el puesto necesite de ti y no que tú necesites del puesto para sentirte grande a costa de ser ruin con las demás personas que por esas vicisitudes de la vida no les queda de otra que toparse contigo. Deja una bella estela y no dejes cicatrices, ni enemigos en el camino. «El opresor no sería tan fuerte si no tuviese cómplices entre los propios oprimidos». Simone de Beauvoir, escritora, profesora y filósofa francesa (1908-1986).
Tanto monta cortar como desatar.- Nos agotamos en puro pensar sin accionar, dejando etéreas las opciones tangibles. Perseguir una quimera que se nos aleja a medida que creemos estar cerca de ella. Urdimbres que nos mutilan el impulso y nos sesgan las intenciones. Las barreras que no logramos soltar. La semántica del espíritu humano en pos de anhelos y vericuetos en los que materializar su esencia y asirla como quien queda prendado de lo que le impacta y le ilusiona. Es una maraña de artilugios donde el miedo hace menguar la hazaña y la valentía. En un nuevo imaginario con haz de proyecciones engastado en laboriosas interrogantes no permite recoger los sucesos ni contraerlos a una musa oxigenante. ¿Qué te asalta el pensamiento?, ¿cuán ligeros son los pasos? Interrumpidos en el laberinto de los temores. Son recuerdos sin fundamentos de dubitables creencias y ansiosos crepúsculos. Perniciosos caprichos, emblemáticos arietes, donde la vida se enjuga placentera o tormentosa. Pero vida con conciencia de destino de alborozo o taimado desastre en la penumbra estructural de los quehaceres de un jardín encantado. No hay cabida al remordimiento cuando Dios no está presente, pero en cambio su gracia se alcanza cuando la conciencia es conciencia de Él. Nos planteamos vicisitudes. El hombre es bondadoso, cree sin dudar, pero su bondad es duda de la maldad; porque sus propósitos son buenos. El hombre no atisba la maldad, la siente. Así la ingenuidad no es fruto elaborado, sino insumo de su inocencia. El hombre bueno evoluciona de sus errores, los asume como producto de una falla propia y obtiene de ellos la bondad que lo impulsa a ser mejor. Por eso el hombre confía en la espera de cosas buenas. El hombre consciente de sus talentos quiere ser útil, persigue servir, busca su lugar en el mundo, se ubica y aspira. En esencia, el ser humano debiera estar ganado para lo bueno. Cualidad que se aprecia en los propósitos que lo motivan. El hombre busca crear, construir, reformar para mejorar, persigue un ideal aún sin haberlo filosofado. La concepción, la maravillosa magia de la creación, insuflan al hombre bondad. Un ser sociable que escucha, que opina y cual criba debe seleccionar lo mejor y catapultar su carisma. ¿Entonces, hombre, por qué te empeñas en sacar del hombre un lado oscuro?
¿Qué ha pasado con la honestidad? .- Evocando a Lester F. Ward “el alma humana agregada al cuerpo, semeja una nave donde el instinto constituye la máquina motora, donde el sentimiento es el combustible y el timón la inteligencia desde donde se dirige toda esa embarcación hacia la consecución de algo bueno y útil”. Pero nada de esto se está viviendo en la actualidad, hay masivas manifestaciones de que muchos no buscan ni lo bueno ni lo útil, más por el contrario se está talando la esencia divina y se está insuflando de maldad el alma humana. Cada vez el descaro es más grotesco, hay muchos a quienes les resbala tener una buena reputación, más bien aúpan lo bochornoso y hasta de forma jactanciosa se enorgullecen de hacer delante de todos y en cualquier escenario, un alarde de trampas y deshonestidad. La depravación es alarmante y puede proceder de quienes menos imaginaríamos. Son tantos los episodios que su persistencia la quieren hacer ver como normal y tan repetidos sus actos en cualquier ámbito que causa desconcierto. Pareciera un retroceso, ¿no sé a qué?, una involución al averno tal vez. Un despliegue de retórica, de excusas sin fundamento, de justificaciones a ultranza. Y es que al mentir con suma facilidad, la gente está siendo deshonesta; al quedarse con lo que no les pertenece, al omitir lo correcto intencionalmente; verbigracia son tantas las conductas contrarias a la honestidad, que el desparpajo ha llegado a límites impensados. Ver con naturalidad aquello que no lo es, asimilar como bueno lo pérfido y devanearse entre la desfachatez y la indignidad son características tan elevadamente comunes que se desmantelan los valores para que se posiciones los antivalores. Hay quienes se pavonean en holocausto a la perfidia y esos antivalores son los que se hacen respetar más que el desempeño honesto y correcto de la gente decente. Hemos incluso adoptado costumbres foráneas que desdibujan nuestra esencia e idiosincrasia. Lo que para la gente decente y bien educada, lo que para la gente altruista y amable con forjados principios de honor y corrección sería un sollozo amargo perder el respeto y la propia valía, para otros es un asunto de pugilato delincuencial en el que la mala fama, el desprestigio y la aberración son condecoraciones… ¡Qué terrible! Cito a Niccolò Ugo Foscolo: “En tiempos de bárbaras naciones colgaban de las cruces a los ladrones, ahora en el tiempo de las luces del pecho de los ladrones cuelgan las cruces”.
El octavo mandamiento.- Desconcierta la artimaña que tienen algunas personas para mentir y engañar, distorsionando la realidad en la pragmática de la manipulación, si con ello consiguen lo que quieren. Muchos somos sorprendidos en nuestra buena fe, por temerarios actores que la vida nos presenta, cuando nos irrespetan planteándonos situaciones que aparentan ser verosímiles, pero cuya esencia está desnaturalizada y trastocada, a tal punto que desplazando la verdad real, ocupa el lugar de esta y comienza a tener entidad propia, ella es «la mentira», tomada como verdad. El peligro que se corre con una mentira, es la bizarra manera que tiene de encumbrarse como una verdad, cuando por efectos de su repetición, llega a asimilarse a su antítesis o antónima, «tanto se repite una mentira que llega a creerse que es verdad», así lo expresaba Joseph Paul Goebbels, ministro de Propaganda e Información de la Alemania Nazi, quien haciendo un maléfico uso de su talento de oratoria, favorecía las injusticias de Hitler y a su régimen. Una perogrullada nos advierte que el hombre mentiroso no es de fiar, pues jamás hará honor a la verdad; siempre emitirá criterios, juicios y visiones, total o parcialmente distorsionados, según convenga a sus subterráneas intenciones o según la gravedad de la afección moral que le estimula a variar o aliñar con pizcas de artificios aquella verdad que desea ocultar, y para hacer irrefutable la verdad deformada — que en su médula deja de ser verdad — y la cual quiere transmitir, persigue hacerla irrebatible, por lo que la deja correr como si se tratase de un dogma de fe, por venir de quien viene, así tenga que aderezarle cuantas calamidades o infamias pueda según se trate, pues lo importante para el mentiroso es hacerse creer a costa de lo que sea. Por lo que mediante argumentaciones que partiendo de premisas verdaderas o tenidas por tales, desemboca en una conclusión absurda y difícil de refutar. El mentiroso desarrolla una gama de situaciones, que van desde una postura serena que hacen casi imperceptible al autor y a su mentira, hasta una vehemencia de tal magnitud que convence por la presunta fuerza de las palabras y por lo que hace arribar al oyente a la convicción de que es cierto lo que se dice.
Por lo que la mentira comporta inducir a los demás, a tener una falsa apreciación de la realidad, llevándolos a creer que lo falso es verdadero y que lo verdadero es falso. La prudencia y la reflexión nos alertan sobre la necesidad de ser cautelosos respecto a lo que nos dicen y escuchamos, no vaya a acontecer que resulten definitivamente falsos el emisor y su mensaje. Por el daño que genera en cualquier relación social, donde la mentira persigue engendrar injusticias y sorprender la buena fe de los demás, por la deformación moral que pervive en su esencia, los hombres y las mujeres decentes rechazan la mentira y al mentiroso. Pero principalmente, el Señor de los cielos la proscribe, al instituir en el octavo mandamiento: «No decir falso testimonio ni mentir».
“La verdad se corrompe tanto con la mentira como con el silencio”.
Cicerón
Dr. Crisanto Gregorio León