Vivimos en un mundo de mentiras. Es que nos enseñan a mentir desde pequeños. Vemos a los padres evadir compromisos con excusas inventadas. Nos mantuvieron años de la niñez engañados con el cuento del Niño Jesús y sus juguetes. Hasta a Dios lo pusimos a mentir. Luego nos molesta que los niños nos digan embustes para cubrir sus travesuras. ¿Y qué les hemos enseñado? Se habla de mentiras piadosas, de mentirillas blancas. Me quedo con la policromada impiedad de la verdad. Ésta no traiciona porque va directo a lo que es. No se encadena con falsas aseveraciones para justificar el error. La verdad es directa y firme: es o no es. ¿Dolorosa? Sí, como el corte del bisturí para sacar el pus y evitar el tumor enquistado que hará mucho más daño al final. La mentira se enquista.
¡Cuánta mentira en la vida política! Los candidatos a altos cargos públicos de servicio se esmeran en hacer programas de promesas, que finalmente se quedan en eso: promesas no cumplidas. Cuando llegan a sus posiciones de servicio público, se olvidan de éste y lo ejercen como servicio particular de sus intereses y ambiciones. El poder se convierte así en un ejercicio de privilegios. El pueblo queda una y otra vez defraudado. La historia se repite y no sólo en nuestro mundo subdesarrollado, sino hasta en los más desarrollados como, en los Estados Unidos, por ejemplo. ¿Qué pasa en la gran nación del norte?
Un país con 333.553.000 millones de habitantes, de los más poblados del planeta, 34 personas por kilómetro cuadrado, con formidable poderío económico, militar, científico y cultural, no tiene, para sus próximas elecciones, sino dos candidatos de sainete barato. Donald Trump, más mentiroso que Pinocho, con procesos judiciales en su contra, millonario inescrupuloso para amasar su fortuna, ex presidente de la república y el actual presidente, Joe Biden, político de carrera, finalizando la misma, aun antes de su elección, por las muestras de incoherencia mental que dio y sigue dando. Un verdadero desastre. En el reciente debate público que protagonizaron ambos, dieron la cómica. Como le escribí a una amiga, no hubo un ganador, sino un gran perdedor: los Estados Unidos de América.
¿Cómo se explica esta caída en barrena de un poderoso país? Yo no tengo sino una respuesta: por el abandono de los valores morales y religiosos, que son siempre un freno espiritual para el desenfreno de las costumbres. La sociedad estadounidense está entregada a sus vicios y éstos son protegidos por leyes estatales. Se dan situaciones tan absurdas como que un menor de edad puede cambiarse de sexo sin permiso paterno, pero no le venden una cerveza antes de los 18 años.
Que se miren otros países en este desbarajuste norteamericano. Sigan sacando la cruz y otros símbolos cristianos de las paredes de escuelas y hospitales, del transporte público, de documentos oficiales; abandonen la presencia de Dios tradicional en todos los actos de la vida de la cultura occidental cristiana y…, ¡ya verán el triste resultado! No ha sido perfecta esta cultura, nuestra historia está llena de errores, pero también de aciertos y de pasos hacia adelante. Ha sido la cultura que ha conquistado el espacio, de los grandes avances científicos y tecnológicos. Quizás esto mismo se ha subido a la cabeza de la humanidad y la ha hecho resbalar de la buena senda. Es la hora de rectificar, no de hundirse más.
También es la hora del hombre en singular. Si cada uno no se compone a sí mismo, tampoco se compondrá la sociedad. Ésta está compuesta de unidades y cada una es responsable de un trabajo, una misión. Recuerdo aquel refrán para describir un carácter: más apretado que tuerca de submarino. Y me pongo a pensar qué podría suceder si una pequeña tuerca de submarino se afloja: ¡una catástrofe! Pues bien, cada uno de nosotros puede ser, en nuestra oscura e inadvertida posición, esa tuerca de submarino. Dejemos de mentir a los demás y a nosotros mismos. Un descarnado análisis de nuestra realidad es más efectivo que una maquillada visión de la misma.
Sin saber quién, cuando un hipócrita aparece en un ambiente, se produce como un fluido de desasosiego, de inquietud. Lo he experimentado. En cambio, si es una persona veraz, con paz en el alma, los presentes sienten la frescura de esa paz.
Dejemos de mentir en la vida pública. Tenemos que aguantar en la pantalla de televisión ciertas cuñas institucionales que los canales están obligados a pasar por la ley no sé cuánto. Son una invitación a la juventud a incorporarse a las fuerzas armadas. Habla de éstas como heredadas de nuestros gloriosos libertadores y “refundadas” por el comandante Hugo Chávez. Mentira. El ejército como tal fue creado, instituido y decretado por el general Juan Vicente Gómez, duélale a quien le duela. Y eso de refundadas…, yo diría más bien que fundidas por el Socialismo del siglo XXI. Son una vergüenza. Hay más generales que en cualquier otra república. Hasta acaban de crear otro generalato del pueblo soberano. Esto significa más erogación del tesoro nacional para altos sueldos de unos individuos cuyo único trabajo es sumar el beneficio que les deja el narcotráfico, mientras que en los cuarteles los soldados pasan hambre.
¡Cuánto han engañado a nuestro pueblo! Políticos, civiles o militares, lo han empalagado de promesas. El tiempo pasa y el país de hunde. Busquemos la verdad. Ella es pura, nítida y simple, porque es una. El relativismo es otra mentira. Jesucristo lo dijo muy claro: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Juan 14, 6). Eso, para los cristianos. Para los que no lo son, sigan su conciencia recta. Porque la conciencia para discernir entre el bien y el mal, la tenemos todos.
En el evangelio y las cartas del apóstol san Juan, uno encuentra una insistencia por la búsqueda de la verdad y la práctica del amor. El “amaos los unos a los otros” es casi una muletilla, un leitmotiv. El amar en libertad a Dios se fundamenta el cristianismo.
Termino este artículo por donde empecé: “La verdad os hará libres” (Juan 8, 32).
Alicia Álamo Bartolomé