Se siente una extraña calma en Venezuela. Por un lado se aproxima la fecha de elecciones que muchos consideran determinantes para el futuro del país. Por otro lado, fuera de los medios sociales y oficiales no se siente el ambiente electoralista de otros tiempos.
Parece que en la mayoría de la población ha calado la interpretación de que el próximo 28 de julio será una oportunidad idónea para manifestar un repudio masivo al caótico régimen que lleva 25 años degradando todos los aspectos de la vida venezolana. Se siente que una contundente mayoría va a expresarse en contra del candidato del otrora hegemónico PSUV.
¿Qué pasará después? Allí las opiniones se presentan mucho más divididas. Un importante segmento está convencido que el régimen recurrirá – una vez más – al fraude, en este caso más descarado y flagrante que nunca. Ese parece el peor de los escenarios, y su consecuencia inmediata sería una mayor desesperanza y una nueva migración en masa.
Pero hay una percepción amplia de que el masivo repudio a la grotesca figura que encabeza el actual caos y estancamiento de toda una nación impactará dentro de las mermadas, desanimadas y defraudadas filas del oficialismo y en unas descompuestas fuerzas armadas cuya férula es el único sostén efectivo del régimen.
La mayoría parece intuir que aunque ese día se dará un mazazo a una figura que encarna la actual catástrofe, no será automático cualquier cambio en la incoherente situación en que está sumida la sociedad venezolana.
Paralelamente, la principal dirigencia opositora finalmente parece haber entendido que del marasmo actual no se saldrá sin el concurso de todas las corrientes políticas, incluso aquellas que en su momento colocaron sus esperanzas e ilusiones en un caudillismo que se extinguió hace ya más de una década. Habrá negociación.
La sociedad venezolana está profundamente harta de odios e intolerancia, aburrida de mentiras, agotada de insultos y rencores, cansada de subsistir sin esperanzas. Se añora un cambio, pero parecen haberse difuminado – para las grandes mayorías – las grandilocuentes promesas y amenazas de otros tiempos.
El modelo “revolucionario” que se pretendió imponer hace un cuarto de siglo está hoy agotado, exhausto, marchito, fatigado, cansado, seco, desganado, impotente, gastado, arruinado, destrozado, empobrecido, y vacío. Simple y llanamente: fracasó. Y la oposición histriónica y faramallera también.
El país entero se cansó y lo que busca no son mesías ni venganzas sino que todos los que puedan se junten para emprender una escarpada cuesta de rehabilitación.
Antonio A. Herrera-Vaillant