Retirado de la política activa, aunque no de la ciudadanía porque fui educado para ser impermeable a la indiferencia, viajo por el país en tareas de formación cívica, procurando mejor la calidad legislativa y gubernativa en el desarrollo de las posibilidades constitucionales, ayudando a quienes se atreven al servicio público y promoviendo nuevas vocaciones en ese campo tan indispensable como denostado.
Nacido y criado en Barquisimeto y con familia paterna muy caraqueña, a Venezuela empecé a conocerla en viajes con papá que nos llevó a muchas partes, siempre empeñado en hacernos conocer nuestro país, no sólo en lo geográfico, sobre todo en lo humano. Después entendí que sus observaciones eran lecciones sencillas de antropología. Del padre juez y la madre católica aprendí la relación inseparable entre justicia y caridad. El oficio político que ejercí por muchos años ensanchó y profundizó ese conocimiento, así como incrementando su comprensión.
Digo lo anterior para subrayar que estoy consciente del país que éramos en 1998. No me engaño. Un país con muchos problemas por resolver, con muchos motivos para la inconformidad que puede ser una fuerza constructiva por el cambio. También un país que en diversos aspectos fundamentales había cambiado mucho para bien. Una Venezuela más educada, más sana, con más agua potable y mejor iluminada, mejor comunicada, con más oportunidades para todos que aquella en la que nací. Mucho debemos al uso de la riqueza petrolera que si bien pudo ser mejor, sí sirvió para financiar el progreso, pero fundamentalmente los avances fueron el producto de la democracia que si bien imperfecta, fuimos capaces de construir y mantener los venezolanos durante cuarenta años.
En mis viajes de estos años he visto como el país ha retrocedido gradualmente. Por cierto, también mientras otros latinoamericanos que también conocía antes, avanzan. A Colombia, Ecuador, Perú, Chile, Uruguay los he visto transformarse mientras nosotros nos estancábamos o desmejorábamos.
En estas últimas semanas estuve en Falcón. Cuando el avión se aprestaba para aterrizar en Las Piedras, pude ver varios tanqueros esperando para cargar, pero en Los Taques, la cola de vehículos esperando surtirse de gasolina era enorme bajo el sol picante, la ironía es su cercanía con las refinerías de Cardón y Amuay, parte del segundo complejo refinador más grande del mundo que hoy funciona muy por debajo de su capacidad. En Jadacaquiba, pueblo natal del epónimo del estado y héroe de la Guerra Federal, pasé junto a un gran local abandonado y pregunté qué era. Iniciativa gubernamental, fue inaugurado como matadero de caprinos y ovinos, luego utilizado como almacén para el CLAP, ahora abandonado a la intemperie. En Paraguaná, los molinos del gigantesco Parque Eólico siguen girando solitarios al potente viento sin producir un kilovatio, costoso monumento a una idea olvidada, como aquellos cultivos hidropónicos de pimentones que habría en el centro de Caracas ¿se acuerdan? En Pueblo Nuevo y demás ciudades y pueblos de la península, se va la luz por horas cada día. También en Coro donde fui a dar clases.
También fui a Mérida. Rumbo al Páramo, crucé una capital sin energía eléctrica que duró así por horas y ocurre constantemente. En Mucuchíes, sede de nuestro curso de competencias de gobierno local es normal que se vaya la luz. Las estaciones de gasolina tenían colas de carros, camiones y motos larguísimas, aunque vendan a precio internacional. Eso las abiertas, porque otras están cerradas porque escasez de combustible. Los agricultores se quejan del mal estado de la vialidad. El turismo interno, su principal mercado, decae por la situación económica en el país y por los problemas de la gasolina. Los productores de papa reclaman la competencia desleal con papa colombiana más barata. A mi pregunta acerca de cómo es posible si en el país vecino se vende más cara, responden con unánime decepción e inocultable, “es lavado”.
Son muestras del país que vivimos. Hay muchas más, pero esta realidad no es una condena. Es superable. Lo sé por lo que fuimos capaces de hacer como pueblo antes y por lo que venezolanos y venezolanas de todas partes están haciendo ahora, en medio de estas tremendas dificultades. Siguen estudiando, creando, trabajando, produciendo y lo harán más y mejor en condiciones que los ayuden en vez de estorbarles.
Transformar esta dura realidad será difícil, pero podemos lograrlo. ¿Es una esperanza? Sí, claro, pero también conciencia de nuestras capacidades.
Ramón Guillermo Aveledo