Una democracia se sostiene sobre dos pilares fundamentales: la libertad de expresión y la justicia. Democracia es sinónimo de libertad. En sentido amplio, sin límites, salvo aquellos linderos establecidos para salvaguardar los derechos del prójimo en cualquier sociedad, cuyo desenvolvimiento está regulado por normas que se dictan, aplican y obedecen con la finalidad de garantizar la convivencia ciudadana.
Pensar sin más limitaciones que aquellas barreras que el propio ser humano se ponga en su derecho a discernir. Expresar sus ideas, defenderlas en cualquier escenario en donde se debatan temas que conciernen a las personas que no se inhiben, a la hora de comunicar sus puntos de vista sobre un tópico determinado, como cuando se opina sobre las verdaderas causas del cambio climático o las disquisiciones que surgen en torno a la igualdad de género, por ejemplo. No debe haber ni una pizca de dudas sobre el valor y significación que tiene y cobra el principio de la libertad de expresión en un conglomerado que se jacte de proclamar la existencia de un sistema democrático. Por tal razón, resguardar y defender, a todo evento y a todo costo, el derecho a pensar libremente y a dar a conocer nuestras inclinaciones, meditaciones y propósitos, es más que un derecho una obligación irrenunciable para poder preservar el patrimonio más relevante de una sociedad como es la democracia y su correlativa libertad.
En Venezuela, Hugo Chávez llegó a la cima del poder valiéndose de las virtudes de la democracia, un sistema tolerante, ¡hasta con sus propios detractores!, si nos atenemos al hecho cierto de que fue Hugo Chávez el militar que confesó haber encabezado dos intentos fallidos de golpes de Estado para derrocar un Presidente legítimamente designado en elecciones soberanas. Pues bien, ese oficial de las Fuerzas Armadas, después de conseguir el perdón por sus andanzas sediciosas, escaló al solio presidencial y desde allí planificó y desarrolló una trama para hacerse del control de los medios de comunicación, valiéndose de los más variados métodos para cerrar, asaltar o comprar, estaciones de televisión, emisoras de radio o periódicos impresos de todos los niveles. Lo primero que hizo Chávez fue trastocar el derecho de opinión en delito, o sea, todo aquel que disintiere de sus delirios era catalogado o estigmatizado como “traidor a la patria”.
En la actualidad, el régimen tiene un férreo control sobre las instituciones llamadas a regular el funcionamiento de los medios de comunicación, pero lo hacen sin respetar el principio de libertad de expresión. Nicolas Maduro ha proseguido con esa política persecutoria, silenciando medios de comunicación, ordenando la detención de periodistas o simples tuiteros que lanzan críticas por las redes sociales. CONATEL (Comisión Nacional de Telecomunicaciones de Venezuela) se ha transformado en una comisaría política que el régimen utiliza para llevar adelante sus acciones de retaliación.
El otro pilar fundamental para sostener una verdadera democracia es el poder judicial. Garantizar justicia para todos, con equidad, sin que se altere el mecanismo según el cual en una democracia no se deben absolver culpables ni mucho menos condenar a inocentes. Pues bien, la verdad, al día de hoy, es que esa columna también ha sido derrumbada. En Venezuela brilla por su ausencia el sagrado principio del debido proceso. Lo que se aplica en Venezuela es la venganza política, el revanchismo más rancio y en consecuencia las sentencias que dictan los juzgados o magistraturas, incluido el Tribunal Supremo de Justicia, se planifican en los salones del Palacio de Miraflores desde donde despacha Nicolás Maduro. Para llegar a este nivel de deterioro moral, la llamada revolución del Socialismo del Siglo XXI puso en marcha un plan para ponerle un cepo a los tribunales. Previamente publicitaron consignas para presentar al poder judicial de la democracia como una cloaca que había sanear. Fue así como comenzaron a designar jueces sin trayectoria y sin una hoja curricular que los hiciera meritorios para ascender en los escaños tribunalicios. Se llegó al extremo de postular a magistrados que más bien tienen prontuario, como es el caso de Maikel Moreno, acusado de haber cometido un homicidio, que trepó a la presidencia del más alto tribunal de la república.
Lo mismo ocurre con la Fiscalía General de la República, en manos de funcionarios identificados plenamente con el partido adscrito al régimen de Maduro. Los expedientes que se instruyen no responden a la tarea esencial que debe cumplir esa instancia. Lamentablemente la fiscalía ha sido reducida a un aparato para inculpar o lavarle la cara a inocentes o culpables según sea cada caso. Todo cuanto aquí afirmo puede ser confirmado, si mis lectores rebuscan en las redes sociales los testimonios de ex magistrados del TSJ arrepentidos o de ex funcionarios de la Fiscalía Venezolana, en los que podrán conseguir asombrosos relatos que dan cuenta de cómo se urden las órdenes desde el mismísimo Palacio Presidencial, para montarle expedientes, desarrollar juicios infames o dictar sentencias sin fundamento a quienes el régimen, en cada coyuntura, considere que son un estorbo para el “proceso revolucionario” y en consecuencia dignos de ser “fusilados” judicialmente.
Esa es la cara cicatrizada que deben conocer en otras partes del mundo, incluido España, para que esta experiencia tan triste que padecemos en Venezuela, por lo menos sirva para evitar que ese perverso modelo se expanda hacia otras latitudes, porque el populismo es una asechanza ante la que no debemos descuidarnos.
Antonio Ledezma
@Alacaldeledezma