En la Convención Demócrata de Los Angeles en 1960, el impetuoso y combativo Robert F. Kennedy dirigía la campaña de su hermano John. Competían con él, ganador en las primarias, los senadores Johnson, Symington, Humphrey y Morse, el gobernador californiano Brown y el dos veces candidato presidencial Stevenson. La competencia se polarizaba entre Kennedy y Johnson, jefe de la bancada senatorial del partido que no había participado en ninguna primaria. La lucha se endurecía. En un momento de tensión, Sam Rayburn, presidente de la convención partidista y speaker del Congreso, le recomendó al joven jefe de la campaña kennediana que luego sería ministro, senador y aspirante a la presidencia que en el seno del partido, no había que derribar los puentes hasta un punto que no puedan reconstruirse. Poco después, los Kennedy tuvieron que hablar con Johnson para ofrecerle la candidatura a la Vicepresidencia, porque lo necesitaban para ganar las elecciones, como lograron por un margen bastante reducido.
Sam Rayburn (1882-1961), llamado Mr. Sam, es epónimo del edificio de oficinas del Congreso norteamericano desde 1965. En aquella convención tenía setenta y ocho años de edad, de larguísima experiencia política. Legislador en Texas desde 1906 y congresista desde 1913, líder del partido en la Cámara y su presidente por dieciocho años discontinuos. Para entonces, su experiencia política y parlamentaria abarcaba siete presidentes desde Wilson hasta Eisenhower, la Gran Depresión y el New Deal, dos guerras mundiales más la de Corea. Había visto mucha agua correr bajo los puentes, sucia y limpia, serena y revuelta.
Los partidos estadounidenses son en realidad grandes coaliciones donde conviven opiniones bastante diferentes. Hay analistas que consideran que son federaciones de tantos partidos como estados que son cincuenta.
Esto no es cuento, es historia, como dice mi amiga Inés Quintero y la he tenido muy presente en estos días, cuando sigo por las redes y por los medios que pueden ocuparse de eso, ciertos eventos de la política venezolana que involucran a quienes tienen la responsabilidad de ofrecernos una alternativa de ese cambio que ocho de cada diez venezolanos quiere, en un contexto donde las constantes estratégicas del poder son dividir a la oposición y desanimar a la ciudadanía descontenta para llevarla a la abstención.
Hace 204 años Bolívar y Morillo que estaban en guerra se reunieron y fueron capaces de entenderse en un tratado de regularización de la guerra. Gil Fortoul dice en su Historia Constitucional que ese paso fue “más trascendente que el triunfo fulgurante de Carabobo”.
A finales de 1957, exiliados los tres, se reunieron Betancourt, Caldera y Villalba. No eran amigos, todo lo contrario. Sus historias personales y políticas eran distintas, pobladas de desacuerdos y conflictos agudos. Hacia adelante, sus aspiraciones competían. Pero por un objetivo común: lograr una democracia estable y duradera, fueron capaces de ponerse de acuerdo en 1958 en Puntofijo, un pacto cuyos resultados positivos para la nación son cada vez más reconocidos.
Dialogar, negociar y entenderse no es de cobardes. Es de valientes que tienen los objetivos claros y las ideas bien puestas. Lo cual, desde luego, no tiene nada que ver con prejuicios, adjetivos, mutuas descalificaciones. El acuerdo basado en consensos y concesiones es parte de la política, tan legítima como el debate y la competencia franca.
En la Venezuela de 2024, el fracaso en ponerse de acuerdo en torno a objetivos comunes por parte del liderazgo político, puede ser el fracaso del país. Un precio demasiado alto que pagaríamos todos.
Ramón Guillermo Aveledo