Profesor de la Universidad Central, rector fundador de la Monteávila, dos veces ministro y una gobernador del Distrito Federal en gobiernos de dos presidentes, dirigente y formador de juventudes en el socialcristianismo, Enrique Pérez Olivares es uno de los grandes venezolanos del siglo XX. El libro Educación para la Libertad, con sus escritos para la acción política, editado por Dahbar, fue presentado en Caracas el pasado jueves 11 de abril.
Empiezo por un testimonio personal. A este hombre diecinueve años mayor tuve el privilegio de conocerlo y tratarlo a lo largo de mucho tiempo. Empezaba en la dirigencia universitaria cuando era Decano de Derecho, después fue Ministro de Educación y a mí me tocó la responsabilidad de ser secretario nacional de universidades de la juventud demócrata cristiana. Eran tiempos difíciles, convulsos en nuestras casas de estudio como reflejo de un país que cambiaba. La pacificación abría cauces para la participación democrática de todos, pero no todos se adaptaban a las nuevas realidades ni las aceptaban plenamente. En él siempre tuve un interlocutor sereno, accesible, abierto a escuchar y sinceramente respetuoso. Serenidad que no es indiferencia, apertura que no es neutralidad. Uno de esos maestros que enseña con la palabra y sobre todo con el ejemplo.
En el gobierno y en el partido siguió su magisterio. De nuevo coincidimos en la Organización Demócrata Cristiana de América donde era uno de los secretarios generales adjuntos con Luis Herrera Campíns, quien me llamó como secretario ejecutivo y luego seguimos los dos con Calvani. En IFEDEC, entonces prestigiosa casa de formación venezolana y latinoamericana que él dirigía, empecé a ser docente. Juntos trabajamos en el equipo del gobierno Herrera y años más tarde, del Comité Nacional del partido. Nunca dejó de enseñarme. En la universidad, en el partido, en el gobierno y en la vida.
Creía de verdad en la dignidad eminente de la persona humana. Su vocación de servicio era expresión de su sentido cristiano del amor. Por eso no resisto repetir la cita de La Pira que recordé a la muerte de nuestro amigo común Pedro Nikken. Pérez Olivares que había estudiado en Italia, de seguro la conocía y ciertamente la practicaba: “Para los hombres sólo hay una ley y un fin: la ley del amor y el premio del amor. Todo el resto es mentira y vanidad.” No lo dice quien fue su compañero y su discípulo, como me honro en considerarme, es el testimonio de amigos suyos de las más variadas posiciones ideológicas y políticas.
La persona y el político son el mismo ser. Cuando hay coherencia y consistencia no hay escisión entre una y otro. No rindió culto a Jano el dios romano de dos caras.
No buscó el poder y cuando lo aceptó lo hizo como deber de servicio. Defendió en la teoría de escritos y cátedra, así como en la práctica gubernamental y de la vida partidista, la idea lebretiana del desarrollo como “Valorizar la Humanidad”, por eso dedicó tanto pensamiento como empeño a la educación. Su comunitarismo profundo trascendía al propietarismo que dominaba los juicios y prejuicios de marxistas y neoliberales, creyó en una comunidad que es cooperación leal entre personas libres y diversas por el bien común.
Su realismo de hombre “impermeable al engaño” como escribiera Linares Benzo, nos ayudó a comprender mejor la descentralización política impulsada democráticamente desde abajo y a darnos cuenta, ya en los ochentas del siglo pasado, la peligrosa deriva del país por causa de las “tres c”: caudillismo, clientelismo y corrupción.
De todas sus enseñanzas, una que no se borra y que como el cuervo de Poe me visita a todas las horas. La participación es obligación fundamental. La participación activa, consciente, responsable y eficaz, porque “…no es la confrontación de clases la que va impulsando la historia ¡Hay confrontación! ¡Por supuesto que la hay! En esta sociedad siempre hay confrontación, como también hay colaboración. Para nosotros, la verdadera partera de la historia es la participación”.
Ramón Guillermo Aveledo