Acto II: Pagandini Mediterráneo.
“Mientras más viejo el violín, mejor la melodía”
“!Ea!,!Ea!, el que no se embarca, no se marea”.
Anónimos.
- “Allegro majestuoso” (Violinc. mvt1 (Begin&End). Nicoló Paganini).
Había pasado breve lapso desde la pirueta que ejercitó Berlín en cuerpo y alma. No cualquiera disfruta de un bombardeo en su lucidez, si el vértigo del sueño te agrega. Un par de alerones para el arranque y para el descenso y muchas figuras sin detonar, podían ser de utilidad, dar la pauta y marcar la diferencia. Para eso dispuse del tocadiscos moderno y del gran Nicoló para que, con su mágico violín, vulnerara los portones sensoriales, elevando sin discreción sobre la biósfera del subconsciente. Sin enterarme cómo, Rodolfo, la hembra alemana, el convoy y los angelitos saludaban desde la carroza de Santa, quien, al compás de cielos vanos y centellas cósmicas, profanaba las aureolas, camino al fondeadero boreal, supuse la casa de la señora Noel.
Cómodo y con Nicoló a bordo, entre ondas REM, no imaginaba cómo hasta en sueño el mandatario nos seguía como un maleante del que apurabas alejarte. Un escalofrío corría la espalda de solo sentir hurgar mi puerto soñado. El desgraciado nos tiene hasta las metras. Las penas ajenas sacudían de vergüenza…La excreción verbal. La multiplicación de penes, la medallista de Oreo, los millones y millonas, los libros y libras. San Nicolás-tico y sus violones disonantes… ¡Válgame dios!…
El contrabajo dispuesto lacraba el finito de piezas, y enfático iba allegro majestuoso por la ribera del Tíber con mi púrpura prenda imperial. Del Palatino, donde los lactados por fiera, fundaron Roma, distinguí las colinas que cierran la capital en la que fui bautizado por Pío-XII en la plaza San Pedro del Vaticano en sacramento general y eso, sí que no lo ensoñé.
- “Adagio espressivo” (Violinc. mvt2). Nicoló Paganini).
Llegué a Roma en un expreso gracias al ticket que adquirí baratón en la preventa del cojín preferencial. Mi nombre era de superior, aunque solo conseguí calificación común que he ostentado siempre. En la metrópoli imperial, con el espagueti, y el origen del catolicismo, penaba por la reina pepeada, el pabellón criollo y el ámbito náutico, religión de mi arresto, y asiento de mi profesión. Sumergido en la abundancia de absurdos, no podía creer haber nacido en esa urbe y desconocer todo. El Coliseo, El Foro Romano y el Palatino, El Panteón, La Fontana de Trevi, Piazza Navona, El Trastévere, La Piazza y Santa María del Pópolo, La Capilla Sixtina, la Vía Véneto, el Foro Imperial, los Mercados de Trajano y pare de timbrar.
Temblé incrédulo pues podía estar en un coladero mutuo en la que el Mar Adriático y el Mar Caribe, eran masas de agua de una pareja conexión. Allí permanecía en un disparate de cardúmenes, arrecifes, poblaciones pintadas y depredadores nadando alrededor. Llamó la atención un tiburón fiero rondando. Pensé que era soplón del mandatario. Entre realidad y generalidad, ciencia y política, lo absurdo y el sueño venían en olas compartidas en mareas de enlace. Reiteradamente, ingresaba Federico en el vértigo, donde el azul cielo y el océano, eran tan naturales, como la intervención preeminente de su original facultad narrativa.
Flotando por el cristal de agua, de la fosa, emergían a la superficie interrogantes ¿el cínico, (asegura O. Wilde) conoce el precio de todo, pero no da valor a nada e insta en notar las cosas como realmente no son y sí como quiere que sean? Federico, fue más allá, y expuso que cínico, es el que intenta conocer y manipular las diferencias entre lo que es y lo que debe ser. ¿Acaso soñar es un subterfugio mental donde ideas filosas deshacen nudos gordianos? ¿O son sólo tiempos de lobos y espadas? ¿O a la Schopenhauer, el descaro como negligencia deliberada, como olvido, un rechazo, como colisión casual, una cita, como humillación, una penitencia, como fracaso, misteriosa victoria, y como muerte, suicidio? ¿O acaso ensoñar es el modo de estar en dos partes al unísono? ¿O encallar en un anormal muelle de ocurrencias?
Saltaba del frío de natividad al calor mediterráneo, con el sopor de la incertidumbre. Lo mismo que Coleridge iba de aristotélico a platónico, del contexto a la generalidad, de un sistema de emblemas a un atlas universal, del espacio prescrito al yerro de la gnosis parcial. Entonces surgió la política como una pesadilla y de una moneda estable al vaivén demencial de la divisa, de una democracia modelo, a modelar la desgracia, de un presidente correcto, a uno que idealiza el socialismo con “patria y muerte”, y atiende mensajes del pájaro loco.
El violín, es a la señal de Federico, como el eco de montaña es al valle. La melodía es contraria a lo dicho de Parménides, que reniega la diversidad, la duración, e inmoviliza las esferas universales, o acaso a William James, que mantiene un universo planeado a nuestro encargo, un mundo vivo e inmortal cuyo cargo pende de la humanidad, una aventura muy arriesgada. En sinopsis, con una oposición platónica, un gobierno aristotélico y un “el estado soy yo”, de rey sol a mostacho lunático, el compás entró libre en los quebrantos de mi cojín.
- “Allegro spirituosso” (Violinc. mvt3 Rondo. Nicoló Paganini).
Me había salvado de la sensación de bochorno. Federico era el experto investigador submarino que sumerge y emerge entre novelistas con la práctica de un Costeau, y yo, ese biólogo marino braceando entre un abismo de fragilidades náuticas y un confuso año nuevo de Berlín hasta Italia, para amarizar al archipiélago de los filósofos Helenos. Sócrates no dejó obra escrita, así como el sueño no deja huella rastreable al despertar. Por eso, al abrir los ojos, opté ampliar la cosmovisión arrinconándome mejor entre los bogantes de Morfeo.
Me sumergí en la extensión de un océano indocumentado. Helena, no de Troya, una hermosa camarera de un yate fondeado en la Isla de Samos, me guiñaba el ojo en minifalda nívea y en ese instante supe que hasta en sueños hay ensueños. Si me toca ser espontáneo, nadie en su sano juicio creería que una ficción, por fantaseada que sea, deje fuera la silueta femenil que embriagada de fogosidad, como cualquier canto de sirena, embauque a Odiseo.
La mujer, además de piloto de un traficante en un barco al estilo Onassis, le tocaba negociar con usuarios del mercado negro y delincuencias del impúdico magnate ateniense. Confundida, me tomó por funcionario venezo-landro con el que todo tracalero soñaría ir.
El griego al modo de Aristóbulo. Ateniéndose a su cara rastrera por el malecón del Peloponeso y por trajines atroces, se juraba una mixtura de Zorba El Griego y Barba Negra. Me hice pasar por pirata del Magallanes y al rato ya estábamos comerciando. Cambié unos euros, por unas bonitas nautas, negocio estupendo que compuse infiltrándome de corsario.
Como delirar es gratuito, guardé el triunfo y partí de jaleo a danzar con la merma al cobertor. Esta vez justifiqué con creces el trueque y el traslado hasta las playas del triángulo de las Bermudas. El cálculo no salió mal y la cuenta dio en la diana de la enfundada ecuación. La cultura no sólo sirve para aclarar cuentas, además interesan para escarbar competencias.
En el peritaje deduje que estaríamos en manos de los que sustraen sin auditar. A este compás de soñación solo hay pesadilla de causa. Despertar de una era como reaparecer en otra peor, una que denominan del Siglo XXI. Pero en mi caso, ni corto ni perezoso, saltaba ladino de un Pitágoras, a otro, en estudio de fisiología táctil y química de órganos. El allegro espiritual indicaba: soñar no desgasta hacienda, pero en la realidad-país, desgasta el erario, razón de un gobernante cuatrero, simulador de salmos avícolas e inepto regidor de las arcas nacionales. Salimos al alba, con el violoncelo rudo, y el regado desde el timón a las nalgas.
Recogidos, sudados y afines, las diligencias tornaban a puerto seguro o a rumbo de lo inexplorado, daba igual, cuando olvidas a dónde bota el delfín. Nos agarró navegando la oscuridad de noche ensamblada al firmamento, ahíta de prendedores rutilantes. Al cinturón de Orión, recliné en la proa a soñar que soñaba. En el pase a la dimensión a lo desconocido, me trasporté a una ensenada que parecía la Bahía de Cata.
Aguas cristalinas y oleajes pasivos, arena blanca como senos de monja, y en fila india, un desfilado de palmeras, cual ejército de jirafas, con cabelleras de hojas de plátano ¿Y qué es el mundo sino una infinitud sin facciones, una distracción? La lentitud era otro aspecto numeral. Sentí que podía ir al trote por la arena, y no avanzar ni un paso. Un contrasentido con sentido. En la ciencia utópica: la lentitud, es una comparsa sin zanjar. En el inventario, una sensación bien nivelada. En el sumario, un episodio culminando en una liberal lentitud.
Aquí se pliega un atractivo párrafo. Recordé al autor que insistía en que desacelerar, en cualquier caso, más que exigencia estética, es de memoria, y hay vínculo oculto entre la lentitud y la memoria, entre la velocidad y el olvido. Empecé a desacelerarme. Solo había un paso lento, pero mientras más veloz, más reprimía el recuerdo. A saber, el escritor afirma que la rutina, adquiere carácter en dos ecuaciones: una: el grado de lentitud es claramente proporcional, a la intensidad de la memoria; dos: el nivel de velocidad, es directamente proporcional a la intensidad del olvido. (Milán Kundera “La lentitud”)
Pensé, ¡qué carajo! y empecé a ralentizar las aventuras del mar. Una vez estábamos probando la primera jaula de tiburón elaborada por alumnos del oceanográfico de la UDO Cumaná en el Bajo de las Caracas, un escollo litoral en las cercanías de Bahía de Mochima– y en el ensayo, una tropa de futuros biólogos de mar, tirábamos (de un matadero) sobrantes de cerdo para atraer tiburones, al instante que sumergíamos la jaula en el feudo marino.
Pasaron varios momentos hasta que alguien gritó…Tiburcio, Tiburcio. Hasta ahí llegó el efectivo encanto. Gina, quien terminaba de echarse al agua con doble bombona de aire comprimido, saltó asombrosa dentro del peñero justo sobre las bolas de Fernando, quien, simbólico, y con mirada de vaca decapitada, sólo gesticuló incoherencias hasta el otro día.
El descontrol invadió al grupo. Unos jalaban el aparato, otros ayudaban a los que se hicieron al agua, el pescador no daba pie con bola, y yo no recuerdo, sino que reía como un desequilibrado fuera de mí.
Todavía sonrío, aunque todo pasó en cámara lenta, con esa loca pesadez con la que la vida pena cuando nos molestamos o no olvidamos la traición de una mujer que se marchó con la chequera del que mató al galán que alguna vez fuiste. Una tristeza fetal sacudió mi alma, recordé a los amigos que habían abandonado el mundo emético. Recordé a papá que yacía en un panteón olvidado de un camposanto que pocos visitan. Y a mamá que yace en cenizas en el salón de su casa donde aún la presiento como si estuviera conmigo. Tal vez así sea. Y al violín de flujos latinos y en mitad de un sueño que va y viene libre, entendí que estar y ensoñar eran a lo mejor caras de mi propia moneda.
Marcantonio Faillace Carreño