En la primera aparición a los Apóstoles y discípulos reunidos en Jerusalén, Jesús les comprueba de varias maneras que realmente ha resucitado. Les demuestra que no es un fantasma, que realmente está vivo allí en medio de ellos. Y como seguían atónitos, les da una prueba adicional: pide algo de comer, y come. (cfr. Lucas 24, 35-48)
Luego les recuerda que ya El les había anunciado todo lo sucedido, es decir, su muerte y resurrección. Al final les dice que como ellos son los testigos de todo esto, deben predicar “la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados”, y que comiencen a hacerlo por Jerusalén, pero que tendrán que predicar también a todas las naciones.
Y eso hacen los Apóstoles. Pedro toma la iniciativa, aprovechando la aglomeración de gente que se formó enseguida de la sanación de un tullido de nacimiento. Y ya no tiene ningún miedo a lo que puedan hacerle, pues comienza recordando las cosas que sucedieron y cómo fue condenado Jesús injustamente: “Israelitas: … Ustedes lo entregaron a Pilato, que ya había decidido ponerlo en libertad. Rechazaron al santo, al justo, y pidieron el indulto de un asesino; han dado muerte al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos.” (He. 3, 13-19)
Sin embargo, a pesar de la falta tan grave, del “deicidio” que se había cometido, Pedro les habla precisamente de lo que Jesús les había dicho: “Ahora bien, hermanos, yo sé que ustedes han obrado por ignorancia, al igual que sus jefes… Por lo tanto, arrepiéntanse y conviértanse para que se les perdonen sus pecados”.
Y cuando San Juan escribe su primera carta, bastante tiempo después, también nos habla de lo mismo que Jesús les instruyó predicar: “Les escribo esto para que no pequen. Pero, si alguien peca, tenemos un intercesor ante el Padre, Jesucristo, el justo. Porque El se ofreció como víctima de expiación por nuestros pecados y no sólo por los nuestros, sino por los del mundo entero”. (1 Jn. 2, 1-5)
Ahora bien, es importante hacer notar cuál es la condición para recibir el perdón de los pecados. Y esa condición no se refiere a la gravedad de las faltas, por ejemplo. No se nos habla de que unas faltas se perdonan y otras no, como si algunas faltas fueran tan graves que no merecerían perdón. ¡Si se perdona hasta el “deicidio”! Se nos habla, más bien, de una sola condición: arrepentirse, volverse a Dios. Es lo único que nos exige el Señor.
Es cierto que Jesús también nos dijo que el pecado contra el Espíritu Santo no tenía perdón (cfr. Lc. 12, 10), pero es que ese pecado consiste en cerrarse de tal forma a la gracia divina, que es imposible arrepentirse, y sin arrepentimiento no puede haber perdón.
Por supuesto, el estar arrepentidos tiene como consecuencia lógica el deseo de no volver a ofender a Dios, lo que llamamos “propósito de enmienda”. Sin embargo, si a pesar de nuestro deseo y decisión de no pecar más volvemos a caer, el Señor siempre nos perdona: 70 veces 7 (que no significa el total de 490 veces) sino todas las veces que necesitemos ser perdonados.
¿Nos damos cuenta del gran privilegio que es el sabernos siempre perdonados por Dios, no importa la gravedad ni el número de pecados? ¿Y, además de aprovechar este privilegio, se lo hemos agradecido alguna vez?
Isabel Vidal de Tenreiro