En los Imperios de la antigüedad los generales, los grandes guerreros, cuando regresaban a su ciudad lo hacían montados en hermosos caballos y al frente del ejército vencedor en las conquistas de otros pueblos. Como regalo al Rey o Emperador traían tras de sí multitud de tesoros, esclavos, animales exóticos y en conjunto aquel desfile significaba la gloria del conquistador que en alarde de valentía e inteligencia militar había logrado someter y colonizar otras naciones bajo el yugo del modelo imperial al cual servía.
El pueblo, haciendo hileras a los lados de la avenida triunfal vitoreaba y sentía que era parte de una nación poderosa y por ello podía regocijarse en el orgullo de estar en lo alto de la pirámide civilizatoria, sin importar que su vida personal fuera un asco y sus relaciones familiares y sociales significaran una cárcel de dolor y penurias.
De los manjares, esclavos, tesoros y de cualquier riqueza que trajera el conquistador la gente humilde nada disfrutaba y a sus casas solamente llegaba, como un eco, el comentario itinerante que daba cuenta de los festines y jolgorios que en nombre de toda la nación eran privilegio exclusivo de muy pocos.
Distinta a esta fastuosidad de los jefes bélicos fue la entrada triunfal a Jerusalén del gran conquistador quien a lomos de un burrito ingresó a la historia para traerle al pueblo el regalo del amor y el perdón. No había tras de sí un ejército de soldados ni caravanas de pueblos sometidos bajo la espada, solamente una multitud de caras iluminadas por la alegría y a cada lado de la calle un pueblo que lo honraba tejiendo una alfombra de bienvenida con palmas cortadas en las cercanías de sus casas.
Ese gran conquistador que recordamos siglo tras siglo, año tras año, día tras día, como el ser luminoso que nos liberó de las cadenas del miedo entregándose como víctima a las fauces de los poderes terrenales representados en militares y falsos mensajeros de Dios continúa todavía montado en su burrito, con destino puesto en la salvación eterna de nuestras almas.
Este Jesús triunfante y aclamado luego seria torturado y asesinado, pero nunca debemos olvidar que este dolor asumido por él como pago de nuestra posibilidad de crecer espiritualmente y acceder a un nivel de felicidad permanente fue el principal obsequio que nos trajo al entrar a nuestras vidas sobre el lomo de un humilde burrito, sin pedirnos nada material a cambio, únicamente que descubramos en nuestra intimidad que somos seres superiores a nuestros instintos, pasiones y apetitos.
Aquí viene Jesús, está entrando por el camino del amor para despejar nuestras dudas, hagamos de nuestro corazón una palma y celebremos en comunidad de creyentes la dicha que tenemos un guía que nos hará triunfar sobre las maldades del mundo y superar las vicisitudes que los poderosos con sus soldados y leyes injustas nos causan para ellos festejar a solas los bienes que nos pertenecen a todos.
Dios es mi pastor, Jesús es el conquistador de mi alma y nada temo del mundo si él delante de mi avanza derrotando la maldad. Aquí está Jesús y él arrojará a los infiernos a quienes se solazan martirizando al pueblo. Amén.
Jorge Euclides Ramírez