Uno de los personajes más importantes de la Biblia es Abraham, quien tenía una confianza absoluta en Dios: lo que Dios le pidiera, Abraham hacía.
Y ¿qué le pidió Dios a Abraham? Le pidió cosas muy difíciles, muy exigentes. La primera petición fue que emigrara. Lo curioso es que Abraham no tenía necesidad de emigrar. El estaba muy acomodado en su tierra.
Aún así, sin mayor explicación, Dios le pide que deje su tierra, su casa, su familia paterna y se ponga en camino (Gen. 12, 1-4). ¿En camino para dónde? A una tierra desconocida, que no sabía dónde quedaba y no sabía siquiera cómo se llamaba. Y Abraham obedece. Deja todo y va confiando ciegamente en los planes de Dios.
Abraham no tenía hijos, pero Dios le promete, no sólo un hijo, sino una descendencia numerosísima. Pero ya son viejos él y su mujer. Aún así, Abraham sigue creyendo. Y ¡oh sorpresa! A un hombre de 100 años y a una mujer de 90, que era estéril, les nace un hijo: Isaac, el hijo por el cual la descendencia de Abraham sería más numerosa que las estrellas del cielo y las arenas del mar.
Y ¿dónde está esa descendencia? La descendencia prometida a Abraham somos todos nosotros, los creyentes.
Sin embargo, comienza a crecer Isaac, el hijo de la promesa. Y cuando ya todo parece estar estabilizado, Dios le hace una exigencia ilógica y cruel a Abraham: le pide que tome a Isaac y que se lo ofrezca en sacrificio. ¡Cómo! Ahora Dios le pide que le entregue lo que El mismo le había prometido y dado: Isaac debe ser sacrificado.
Este tal vez sea uno de los episodios más conmovedores de la Biblia (Gen. 22, 1-2.9-18). Y Abraham sigue obedeciendo ciegamente, sin siquiera preguntar por qué. Sube el monte del sacrificio para cumplir el más duro de los requerimientos del Señor. Y en el momento que se dispone a sacrificar a su hijo, Dios lo hace detener.
Eso de verdad se llama fe y confianza en Dios, ¿no? Por eso Abraham es modelo de la verdadera fe y de la confianza que se deriva de tal fe. Y así debe ser la fe nuestra: inconmovible, indubitable, sin cuestionamientos, confiada en los planes de Dios y dispuesta a dar el todo a Dios. ¿Difícil? Sin duda. ¿Imposible? No. Abraham y otros lo han hecho.
Ahora bien, Abraham estaba apenas conociendo a Dios. Pero nosotros ya Lo conocemos. Y hemos conocido de su gloria, por testimonios de los que la han visto.
Esa gloria divina fue experimentada por los Apóstoles después que Cristo resucitó. Pero aún antes, Jesús les dio un anticipo a Pedro, Santiago y Juan en los momentos de su Transfiguración. Jesucristo llevó a estos tres Apóstoles al Monte Tabor y allí les mostró parte del fulgor de su divinidad. (Mc. 9, 2-10)
Recordemos algo: la gloria del Cielo y la resurrección es la meta de todo cristiano. Esa gloria nos la muestra Jesús con su Transfiguración. Y tan bello y agradable era lo que vivieron los Apóstoles en esos momentos, que Pedro le propuso al Señor hacer tres tiendas, para quedarse allí. “¡Señor, qué bueno sería quedarnos aquí”, exclama San Pedro.
Así de agradable y de atractiva es la gloria del Cielo. Esa es la felicidad total, en la que provoca quedarse para siempre. Ese es el gozo del Cielo, que nosotros también podremos tener. ¿Cuál es el camino? Para gozar de la gloria eterna, no hay otro camino que el de Abraham: seguir a Dios ciegamente.
Más sobre Abraham y el sacrificio de Isaac en Viajando por la Biblia:
http://www.buenanueva.net/biblia/3-biblia3er_anio/3_4_patriarcasI.html
Nº 29. Sigamos con Abraham
Isabel Vidal de Tenreiro