Según el filósofo Voltaire, el hombre necesita de las fábulas para entender el mundo que le rodea. Ya Frazer había denunciado la persistencia de las creencias mágicas en el mundo moderno en La rama dorada, 1890. Una de ellas es la “leyenda del espejo”, una persistente creencia mágica que persigue a la humanidad desde remotos tiempos y lugares. Se hunde en la noche de los tiempos. Casi todas las culturas, sino todas, guardan una reverencia y respeto por este primoroso objeto que duplica la realidad.
Cuando era niño me obsesioné, gracias a mi padre Expedito Cortés, por los espejos colocados paralelamente y ello me producía una suerte de vértigo que inducía a pensar en el infinito, una idea realmente turbadora. Fue gracias al cine mexicano cuando aterrorizados observamos que los vampiros no se reflejaban en los espejos.
Me he interesado en esta creencia gracias a que he descubierto para mi asombro que Isaac Newton (1642-1727) era ferviente y apasionado creyente en ella. Creía Newton en la “leyenda del espejo”, quimera que obsesiona, dice el mexicano Octavio Paz, a las mentes más lúcidas de los siglos XVI y XVII, René Descartes y Marin Mersenne, entre otros filósofos de la modernidad temprana. La presencia del hermetismo y la alquimia en la fisiología y medicina cartesiana es evidente, y no debe sorprendernos que la leyenda del espejo lo haya cautivado.
Newton nació en un mundo encantado, como diría Max Weber, que creía que el fin del mundo era algo inminente. Las guerras civiles y las pestes eran algo cotidiano, el miedo y la superstición campeaban. No era exactamente un científico como mal podría creerse, sino que arrastraba tras de sí muchas creencias fantásticas que venían de antiguo y que se alojaron en su pecho de hombre profundamente religioso, creyó que había sido puesto en la Tierra para descifrar la palabra de Dios, estudiando tanto las Sagradas Escrituras como el libro de la naturaleza.
Lo absorbió la alquimia, un hermético estudio de la naturaleza de la vida y la precursora medieval de la química que hogaño conocemos. Los alquimistas estaban en busca de la piedra filosofal y el elixir de la vida, e intentaban tornar metales comunes en oro. Estas facetas casi desconocidas de Newton fueron asombroso descubrimiento del economista John Maynard Keynes, quien en un remate de antigüedades, antes de la Segunda Guerra Mundial, adquirió una serie cartas hasta entonces ocultas de Newton que lo revelan como fervoroso en antiguas creencias: las quimeras de la Escolástica, que buscaban la inmortalidad a través de la manipulación de la materia por la alquimia, antecedente claro de la moderna química. En ese sentido era Newton un auténtico ocultista. En aquellos años lejanos ya, la separación entre lo científico y lo mágico era muy tenue e imprecisa.
Contenían los libros llamados perversos que circulaban en el siglo XVII, hechizos para la invisibilidad maravillosos: recetas clásicas de caldero para hacer polvos o amuletos con murciélagos negros o los huesos hervidos de gatos negros. «Uno de los hechizos de invisibilidad más famosos se llamaba ‘la mano de la gloria», le cuenta a la BBC de Londres Owen Davies, profesor de Historia Social de la Universidad de Hertfordshire, Inglaterra. «Era la mano de un criminal que era secada y encurtida, y luego se ponía una vela entre sus dedos. Si la prendías, atontaba a quien estuviera cerca tuyo o hacía que el dueño de la mano se volviera invisible».
En 1680 circulaba en Londres el “hechizo de invisibilidad”, que decía así: “A medianoche del solsticio de verano,13 de junio, mata una serpiente, arráncale la piel, sécala a la sombra y pulverízala. Sostén ese polvo en la mano y serás invisible» La invisibilidad se convierte en algo más que una de las cosas que puedes hacer con magia; se torna en algo central para entender la manera en la que funciona la magia: a través de una red de fuerzas que no vemos y permean toda la naturaleza.
Esa fascinación de Newton por lo oculto lo llevó empero a descubrir la fuerza de gravedad, base indiscutible de la ciencia moderna que fue completada por Albert Einstein. Esta cara desconocida del sabio inglés no se enseña en nuestros liceos y universidades. Sería muy útil y atractivo para nuestros estudiantes conocerla, lo cual haría de las terribles Leyes de Newton una cosa más agradable y digerible, pues lo oculto siempre ha resultado ser una humana ambición entenderlo.
Por medio de las matemáticas, Newton tomó la antigua noción de lo oculto sobre la existencia de fuerzas invisibles universales y probó que son muy reales. Recordemos que esta nueva manera de entender el mundo se le llamó “filosofía natural”. Esa desproporcionada incomprensión de Newton por parte de nosotros, hombres y mujeres del tercer milenio, se debe a que cometemos un gigantesco anacronismo (Lucien Febvre) con este sabio inglés, y que no comprendemos el mundo en que le toca vivir a este europeo premoderno. A principios del período moderno se pensaba que había fuerzas espirituales en todas partes, todo el tiempo. También hay varias fuerzas invisibles, como el viento, la electricidad, el magnetismo.
Vivió Newton en un mundo heteróclito e insólito, un mundo encantado, como diría el sociólogo germano Max Weber, y más recientemente Morris Berman (El reencantamiento del mundo, 1987). El orbe podía estar gobernado aun por fuerzas inexplicables y secretas. Predijo Newton el fin del mundo en 2060 basándose en una curiosa interpretación de un pasaje bíblico, el Libro de Daniel. Según él, 1260 años pasarían entre la fundación (800 d.C.) del Sacro Imperio Romano Germánico por Carlomagno y el fin de los tiempos.
Entendamos a Newton y coloquemos en su tiempo y coordenadas mentales de hace tres siglos y evitaremos el muy perjudicial anacronismo, es decir dar una interpretación errónea y equivocada del personaje. Hogaño está planteado seriamente un “reencantamiento del mundo”, pues la diosa razón solo ha traído atrocidades llamadas Hiroshimas, Nagasakis, Franja de Gaza.
Luis Eduardo Cortés Riera