Alí Lameda, el venezolano condenado a prisión y tortura en Corea del Norte #16Feb

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Los fuertes golpes en la puerta interrumpieron su lectura y, sobresaltado caminó rápidamente para examinar quién era. Al abrir, pudo observar a varios uniformados que con violencia lo redujeron e inmovilizaron.  

El 24 de septiembre de 1967, Alí Lameda asistió a una cena ofrecida a los empleados del Departamento de Publicaciones Extranjeras y tres días después nueve agentes de la policía irrumpieron en su apartamento. “Me dijeron que había sido puesto bajo arresto como enemigo del Pueblo Democrático de la República de Corea”, testimonió Lameda.

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Lameda, había nacido en Venezuela, específicamente en un pueblito terroso denominado como Carora, en estado Lara, el 12 de junio de 1924, formándose como muchos de su generación, en la biblioteca del intelectual don Cecilio Zubillaga Perera. 

Luego de su regreso de Colombia, donde había estado estudiando medicina, Lameda ingresó como activista al Partido Comunista de Venezuela, donde destacó por su interés en la literatura.

Para 1940 lo encontramos en Checoslovaquia, donde vivió cinco años, estudiando el idioma y, traduciendo al español libros de diferentes autores checoslovacos y poetas franceses. 

Cuando retornó a la patria, comenzó a trabajar en los periódicos El Nacional y Contrapunto, y en simultáneo, escribe sus primeros libros. Estando en Cuba, en 1957, como delegado político a Berlín, recibe la noticia de haber sido galardonado con el premio Casa de las Américas de Cuba por su libro “El gran cacique”.

En los círculos diplomáticos y culturales de Berlín oriental era conocido como un notable escritor y miembro distinguido de uno de los partidos comunistas sudamericanos. Es allí cuando, en 1965, entra en contacto con funcionarios del gobierno de Corea del Norte.

Emprendió viaje a Corea del Norte por primera vez aquel año de 1966, tras invitación del régimen de Kim Il Sung, pues había traducido algunas de las conferencias de Kim al español. Lameda sentía una fuerte empatía por Kim Il-Sung, un hombre que profesaba una ardorosa lucha contra Estados Unidos y el capitalismo.

El régimen lo honró con un departamento gratuito en el Hotel Internacional de Pyongyang, en donde convivía con su pareja sentimental. Además, le asignaron un vehículo con chofer, una vida soñada que él calificó como de gran confort.

En Pyongyang, Lameda estuvo a cargo de la sección española del Departamento de Publicaciones Extranjeras, que estaba bajo el control directo del Ministerio de Asuntos Exteriores. Allí conoció a diferentes altos funcionarios del gobierno, incluyendo al propio Kim Il Sung.

Arresto del bardo caroreño

Pero los privilegios de Lameda fueron retirados después de que las autoridades norcoreanas interceptaran una carta que Lameda escribió a su familia detallando las dificultades de la vida cotidiana de los norcoreanos comunes y corrientes.

“Me dijeron que había sido puesto bajo arresto como enemigo del Pueblo Democrático de la República de Corea”, testimonió Lameda. Cumplió 12 meses de prisión, sin saber ni por un segundo las razones formales de su arresto. Cuando quedó en libertad, fue inmediatamente a su apartamento, compartió sus penas con su pareja y la acompañó al aeropuerto para que saliera del país. Regresó a su residencia para empacar y seguir sus pasos. Le estaban esperando. “Pregunté por qué me detenían por segunda vez y me respondieron: ‘Ya sabes por qué’”.

La policía había escondido un micrófono en el apartamento de Lameda. Las críticas que le dirigió el gobierno probablemente fueron la base de su segundo arresto. “¿Qué esperaban que le dijera cuando regresé de un año de detención en tan malas condiciones físicas… con el cuerpo cubierto de llagas y sufriendo hemorragias?”

Tras un juicio de opereta, en el que no se le permitió defensa alguna, fue sentenciado a 20 años de trabajos forzados, acusado de sabotaje, espionaje y de introducir infiltrados a Corea —solo había llevado a su mujer, de Alemania del Este—; y encerrado en una celda de castigo en el campo de prisioneros de Sariwon, donde estuvo esposado por tres semanas y durmió en el piso sin cobija ni ningún tipo de lecho, en temperaturas heladas. Transferido a las edificaciones del campo de prisioneros, fue encerrado en celdas sin calefacción, sufrió congelación de los pies y se le cayeron las uñas, apunta la periodista Milagros Socorro.

“Fui torturado”

“El hambre era usada como forma de control”, le confesó Lameda a Amnistía Internacional, organismo que recogió su testimonio. “Lo que nos daban a los prisioneros era no más de 300 gramos de comida al día. Las condiciones de la prisión eran atroces. No nos cambiábamos de ropa en años, como tampoco los platos donde comíamos. El lugar carecía de instalaciones sanitarias mínimas. Luego estaba el aislamiento total de los presos, los jóvenes guardias que venían recién asignados al campo expresaban su asombro ante tales condiciones”.

Uno de los custodios le reveló a Lameda que se encontraba confinado en un campo de concentración de Sariwon, donde entre seis y ocho mil prisioneros, algunos culpados de delitos “burgueses” tan peculiares como ser fumador, quienes trabajaban como esclavos 12 horas diarias en el ensamblaje de partes de vehículos rústicos. 

Cierto día, un médico le previno que se encontraba en una sección especial del campo donde estaban retenidas 1.200 personas enfermas, quienes cada dos días, eran llevados a un descampado o paredón para simular que serían fusilados, agonía que se prolongaba en medio de la incertidumbre de saber si ese sería el último día que estarían vivos. 

A Lameda nunca se le permitió ningún tipo de comunicación con el exterior y era dificilísimo cruzar palabras con los custodios o el personal médico. Tampoco le permitieron jamás, disponer de un libro ni papel y mucho menos un lápiz. Y la comida consistía en un tazón de sopa y un poco de arroz al día.

“La comida de la cárcel era apropiada solo para animales. Por meses, los presos éramos privados de comida aceptable. En mi opinión, es preferible ser golpeado, si es posible, que ver un diente reducido a polvo y soportar una golpiza. Pero estar continuamente hambriento es peor. Ellos no me golpearon ni torturaron tanto como a otros. Sin embargo, en una ocasión un guardia me dio una paliza, me pateó con sus botas y me pisoteó los pies descalzos que tenía terriblemente hinchados por no haberlo saludado o algo así. Yo no fui torturado. Pero si por tortura entendemos infligir dolor de manera sistemática, si el hambre terrible y un estado continuo de asco por los mugrientos recintos están bajo esa definición, entonces sí. Fui torturado”, prosigue la transcripción del informe de Amnistía Internacional publicado en 1979 en el diario estadounidense The Washington Post.

“De hecho, los golpes fueron usados como un modo de persuasión durante los interrogatorios. Desde mi celda podía oír los gritos de otros presos. Pronto aprendes a distinguir cuando un hombre llora de miedo, dolor o locura. No podía cambiarme de ropa en lo absoluto, de manera que un preso con tal limitación pronto está cubierto de sucio, viviendo en esas celdas asquerosas, que también eran húmedas. En los primeros ocho meses de mi detención estuve enfermo con fiebre. Creo que a ratos perdía la conciencia. Las celdas eran extremadamente pequeñas, quizás dos metros de largo por uno de ancho y tres de alto. Allí no hay derechos para los presos, ni visitas, ni cigarrillos, ni comida, ni oportunidad de leer un libro o periódico. Tampoco de escribir”.

Un castigo de Fidel Castro

“Cuando en 1967 fui detenido en Corea, la dirección del Partido Comunista de Cuba, por boca de su primer secretario, había condenado y estigmatizado a la dirección del PCV, acusándola de traidora, reformista y pusilánime, y de haber vendido suciamente la revolución venezolana. Con esto se inició una soez y gigantesca balumba de insultos y anatemas contra los dirigentes comunistas de Venezuela, a quienes se les acusó, incluso, de haberse apropiado de no sé cuántos millones de dólares —obtenidos como ganga y limosna en varios países socialistas, entre ellos Cuba— y de haberse convertido en agente a sueldo del imperialismo yanqui. Para algunos dirigentes de Cuba, Venezuela era una especie de provincia cubana donde había que repetir a toda costa la revolución que ya triunfaría en la isla”, confesó Alí Lameda a su cuñado, el periodista Carlos Díaz Sosa, en una entrevista publicada por El Nacional, el 20 de abril de 1975.

Gestión de Caldera y CAP

El 27 septiembre de 1974, el régimen de Kim Il Sung dejó en libertad a Lameda, que ya estaba al borde de la muerte, tras insistidas peticiones del presidente de Rumania, Nikolai Ceausesco, mandatario que estaba en conversaciones con su homólogo venezolano Carlos Andrés Pérez, gestionando lo concerniente a la liberación del caroreño. 

Antes, cuando Rafael Caldera era presidente de la República, recibió la visita oficial del citado mandatario rumano, y uno de los temas como “prioridad de Estado” fue la solicitud del Gobierno venezolano para gestionar la libertad de Lameda. 

“Los gobiernos de Caldera y de Carlos Andrés Pérez habían puesto a Alí Lameda como condición para iniciar los diálogos dirigidos al establecimiento de relaciones diplomáticas con el régimen de Kim Il-Sung, arreglo que este deseaba a toda costa”, escribe Socorro.

Olvidó el comunismo

Alí Lameda retornó a Venezuela en enero de 1976, tras 17 años de ausencia. Una vez establecido, retomará su columna en el diario El Nacional, para incorporarse más tarde al servicio diplomático como agregado cultural en las embajadas de Checoslovaquia, Paraguay, Grecia y la República Democrática Alemana, donde en 1983 le correspondió organizar los actos del bicentenario del nacimiento del Libertador Simón Bolívar. 

Una vez en Venezuela, Lameda se excluyó del PCV, y nunca más volvió a involucrarse con algo que tuviera que ver con el comunismo. Falleció en Caracas en noviembre de 1995.

Luis Alberto Perozo Padua

Periodista y cronista

[email protected]

@LuisPerozoPadua

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