El Salvador está dando mucho que hablar sobre democracia. El señor Nagib Bukele mantiene un apoyo popular altísimo que rebasó los límites de una constitución vigente. Y por eso ahora algunos lo tildan de “dictador”.
Se plantea la interrogante: ¿Qué define una democracia: el sistema legal o una mayoría de votantes? No es nueva la discusión.
En Estados Unidos, con su Colegio Electoral, una elección presidencial se puede ganar con los votos de una minoría. ¿Sería correcto llamar también dictador a un presidente minoritario?
El ideal de la democracia moderna hoy excede simples formas legales o el número de votantes en la selección de autoridades; y los distintos gobiernos mal pueden calificarse en blanco y negro en democracias y dictaduras, sino con toda una gama de grises intermedios.
La clasificación simplista de gobiernos en democracias y dictaduras ha degenerado en simple arma semántica para elogiar o atacar adversarios en los medios de comunicación masiva.
Irónicamente, ciertos elementos de izquierda radical tienen hoy el tupé de colgar el cartel de “dictador” al señor Milei – cuya consigna en Argentina es precisamente “libertad” – solo por aplicar leyes que preservan el libre tránsito de la población.
El sentido común y las prácticas políticas cotidianas parecen indicar mejor que cualquier definición formal los linderos – generalmente nebulosos – entre democracias, autoritarismos y dictaduras en sus distintos niveles.
Dentro de tan complicado panorama conceptual el abuso del poder figura de modo muy destacado. Una de las grandes salvaguardas del sistema anglosajón es la clara división de poderes que tiende a mantener a raya los excesos de cualquiera de las distintas ramas de aquellos gobiernos.
En situaciones como El Salvador, donde Bukele incluso arrasa con la mayoría absoluta del poder legislativo, mucho dependerá de la buena voluntad del mandatario reelecto al administrar sus amplios poderes con verdadero espíritu democrático.
Caso singular es el de Venezuela, donde la pandilla reinante descaradamente proclama la intención de mantenerse en el poder “por las buenas o por las malas”, algo que en derecho es confesión de parte y relevo de pruebas sobre la verdadera naturaleza del régimen que representa, cualquiera que sea el andamiaje institucional en el que se escude.
Es lamentable que un puñado de zafios advenedizos, usurpadores de lo que alguna vez fue una popularidad indiscutible, sean incapaces de percibir que lo mejor que le puede pasar a su propio bando político serían unas elecciones verdaderamente justas y transparentes.
Antonio A. Herrera-Vaillant
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