A raíz del derrumbe del comunismo en 1989, cuando Occidente ingresa a lo que he llamado «El quiebre epocal» (2023) en mi libro del mismo título o a la Era de la gobernanza global y de la inteligencia artificial, lo que destaca, como he de subrayarlo, es la falsificación del Estado constitucional y de Derecho. Y por vía de efectos, la fractura de la convivencia universal que sostuviesen los fundamentos del actual Derecho internacional forjados sobre el Holocausto, a partir de 1945.
La pandemia del COVID-19 y las guerras contra el mismo Occidente – las que los occidentales nos damos a nosotros mismos desmoronando nuestra estatuaria y símbolos intelectuales, la de Ucrania y, ahora, la vuelta del terrorismo sin límites sobre Israel –aceleran tal estado de cosas. Aquellas vienen sirviendo de justificativos, de modo particular en Hispanoamérica, para que sus dictaduras de nuevo cuño arrecien, ofreciendo el bien de la seguridad a precio de la pérdida de la libertad. Lo constatable, en todos los planos, es la cosificación del ser humano: autorizado para disponer de la vida y acelerar la muerte, forjar naturalezas humanas al detal, como lapidar a todo aquel que no comparta el credo dominante. Ya no se trata del pedido de respeto para la opinión ajena, sin compartirla, sino de borrarla para la memoria y en las redes.
Por lo grueso, me detengo en lo reciente, en la acción terrorista desplegada por Hamas sobre la población judía, con centenares de muertos y miles de heridos como de secuestrados, en un solo instante. De su clara comprensión y discernimiento – si imaginamos el bosque y no nos golpeamos con los árboles, matizando el giro orteguiano – y de su juicio apropiado por quienes aún no ceden a la banalización del patrimonio intelectual emergido de la Segunda Gran Guerra del siglo XX, depende el futuro del género humano.
Dejo como primera cuestión de analizar – no avanzaré conclusiones por respeto a la lectoría – la oportuna e inmediata respuesta que, desde este lado del planeta y condenando a secas el atentado de Hamas, hicieron 25 exjefes de Estado participantes del Grupo IDEA. Algunos contertulios, expedida esta, han observado que hubiese sido necesario alertar a los israelitas a objeto que no se dejasen perturbar en sus conciencias con el ojo por ojo y el diente por diente.
Ciertamente, cuando media el imperio de la ley y es respetada por todos y sus violaciones son las excepciones, cabe afirmar como principio invariable que toda sociedad y todo gobierno ha de perseguir al crimen y a la vulneración de derechos humanos en el marco del Estado de Derecho. No puede ni debe ser suspendido este en situaciones de emergencia.
Incluso, cuando media el terror como instrumento de violencia proscrito por el Derecho internacional humanitario – supe de ello durante mi ejercicio como juez, cuando la Corte Interamericana juzgaba al régimen de Alberto Fujimori por sus actos represores del movimiento terrorista Sendero Luminoso – es muy clara la enseñanza: Todo Estado tiene “el derecho y el deber de garantizar su propia seguridad y combatir el terrorismo. Sin embargo, no cabe admitir que, en nombre de la seguridad, aquel ejerza el poder sin límite alguno o que se valga de cualquier procedimiento para alcanzar sus objetivos, sin sujeción al derecho o a la moral”.
Pero, cabe preguntar ahora, ¿esto es así y puede sostenerse como premisa real en el marco de un ecosistema global que ha vuelto a los Estados piezas de utilería – incapaces de resolver por sí solos las amenazas y desafíos en curso – y que a la vez pulveriza los hilos culturales y éticos que sustentaran a nuestras sociedades durante la modernidad?
Algún autor ha referido que el horror del asesinato deliberado es catártico, pues si hay terror hay piedad en su acción concisa. Mas, en los casos de terrorismo se busca romper la confianza en las relaciones humanas, para que sus víctimas desplieguen furia y resentimiento colectivos, y con ello sumar adeptos a la práctica de este crimen agravado y negador de todo lo humano.
He aquí, entonces, el ángulo que permite captar cabalmente el sentido finalista del acto de Hamas, a saber, destruir la enseñanza que, tomada del patrimonio judeocristiano y grecolatino, se concreta tras la tragedia del Holocausto; esa que, paradójicamente, buscan negar los padres de la deconstrucción moral en el siglo XXI que corre, a saber, el valor intangible de la persona.
La cuestión es que las potencias mundiales garantes del orden jurídico mundial y los grupos terroristas se han olvidado del hombre, varón o mujer. Lo relativizan, lo ven como “producto” a discreción. Esto lo predican los rusos y los chinos en la hora previa a la guerra contra Ucrania. Arguyen que cada pueblo es libre de elegir entre libertad y dictadura. Entre ser o no ser.
En línea con tal predica, hija del cinismo posmoderno, quienes, hablando de libertad incluso para matar y para torturar a discreción – enterrando el valor de la ley y de la civilización – al verse interpelados o cuestionados o perseguidos, piden para sí y para los terroristas de Hamás que se resuciten las bondades de esos bienes que han despreciado sistemáticamente y vienen destruyendo desde 1989.
Hanna Arendt, que sí sabe de totalitarismos, tanto como el jurista italiano Piero Calamandrei – autor de «El régimen de la mentira» – de cara al fascismo, apunta algo que es descarnado diagnóstico de lo que hoy vivimos. Habla de la mentira política – Piero la acusa de doblez, de ilegalidad legalizada, de engaño legalmente organizado – como esa trampa epistémica que reduce la vida a manipulación y propaganda.
Anotemos, en fin, lo que es dato duro e incuestionable y vuelvo a la pregunta: ¿Pueden hacerse valer las normas del Derecho internacional cuando sus mismos garantes dentro de la ONU, Rusia y China, unidas a Irán con quien negocia USA, son partes de esas guerras y los actos de terror que presencia nuestra generación?
Asdrúbal Aguiar