En hecho político inédito, la Cámara de Representantes de los Estados Unidos destituyó a su Presidente, el diputado Republicano por California Kevin McCarthy, creando una crisis que no promete tener fácil solución, porque sus causas son de tal hondura que exigirán dosis extraordinarias de esa capacidad de negociación y entendimiento que vienen escaseando en la política de esa gran nación, tan admirable como compleja y contradictoria.
El Speaker, traducido literalmente como “portavoz”, como siguiendo la tradición de Westminster se llama allá al titular de la cámara baja del Congreso, es la tercera autoridad del Estado, detrás del Presidente y la Vicepresidenta, por lo que está en la línea de sucesión presidencial. El estadounidense es un presidencialismo con separación de poderes rígida, donde cada rama tiene sus competencias y los espacios de encuentro son para que su poder no sea absoluto sino limitado a través de los llamados checks and balances, expresión que podríamos traducir como controles y equilibrios.
Ocho congresistas republicanos, encabezados por el extremista de derecha Matt Gaetz, promovieron la censura al Presidente de la Cámara donde hay mayoría estrecha de su partido. Estos, con los votos de sus colegas demócratas, sumaron 216 para una mayoría. Lo paradójico es que el principal cargo de los insurgentes fue que McCarthy se había entendido con los Demócratas para aprobar una continuación transitoria por mes y medio del presupuesto de 2023 y así evitar, al menos temporalmente, el “cierre del gobierno”. El diputado por Florida, exitoso promotor de la rebelión fue calificado de “infantil” por el Newt Gringrich, expresidente Republicano de la Cámara quien pidió su expulsión del partido y de “niño petulante” por su compañero de fracción Mike Lawler de Nueva York.
Ahora, la mayoría Republicana de la Cámara debe escoger un nuevo Speaker, situación que pinta complicada porque ninguno tiene el ascendente del depuesto McCarthy quien venía de ser el líder de esa bancada y porque, dadas las divisiones en el seno del partido, contaminado por las posiciones intransigentes y condicionado por la fuerza del “Trumpismo” en sus bases, quien resulte electo deberá lidiar con presiones similares.
El Presidente de los EEUU es el Demócrata Biden y su partido tiene mayoría en el Senado y si bien minoritaria, una fuerza considerable en la Cámara cuyo control perdió en 2022. Lo que implica que nadie puede imponer su criterio así que si no hay entendimientos, el Estado se paraliza, con las consecuencias predecibles para el pueblo americano y para el mundo entero, porque estamos hablando de la primera potencia del planeta.
Añada el lector que el presupuesto estadounidense va del 1 de octubre al 30 de septiembre. El correspondiente a año fiscal 2024 está pendiente. Hasta el 17 de noviembre tiene vigencia la CR (Resolución de Continuación) acordada por McCarthy con los Demócratas, mientras se aprueba el nuevo, trámite parlamentario que no se reiniciará mientras no haya Presidente de la Cámara.
Esta noticia ajena ¿Nos interesa? ¿Hay alguna lección valiosa para nosotros? Creo que sí. Para nosotros y para quienes en cualquier parte del mundo seguimos pensando que la democracia, ese sistema político libre con poder institucional, distribuido y limitado donde el pueblo decide, puede ser en la frase churchilliana el peor de los sistemas posibles, si se excluye a todos los demás que se han intentado de tanto en tanto.
La primera y principal es que la intransigencia no sólo es por ilógica antipolítica, sino esencialmente impráctica. Suponer que podemos imponer nuestro punto de vista siempre y a toda costa, desconociendo la diversidad natural, no da resultado. El pluralismo no puede ser una guerra de sectarismos infalibles. La realidad nos obliga a ceder, a conciliar, a buscar soluciones.
La polarización extrema es siempre peligrosa y su ecosistema no es amigable a la estabilidad. El ahora expresidente de la Cámara perdió la confianza de una parte de sus compañeros, sin ganar confiabilidad en sus adversarios. Y ahí viene otra enseñanza, la flexibilidad tiene límites, si se la estira demasiado puede romperse.
Pero en el fondo de todo, hay dos cuestiones de esas que llaman “sistémicas”. Una es que el extremismo que niega radicalmente legitimidad al otro es tarde o temprano incompatible con la convivencia y por lo tanto, con la democracia. La otra que el modelo de partidos de disciplina muy laxa, donde los adherentes se reservan un alto grado de independencia, tiene consecuencias de difícil manejo en entornos de bajos consensos, opinión pública fragmentada guiadas por redes sociales y medios de comunicación que estimulan el tribalismo.
Ramón Guillermo Aveledo