A partir de 1992, y más desde la campaña electoral de 1998, Venezuela ha vivido una espiral de odios y enfrentamientos iniciada con dos violentos intentos de golpe, y luego una campaña electoral en la que se prometía freír en aceite las cabezas de algunos contrincantes.
Después, y desde el poder la violenta progresión fue magnificada y alimentada con una catarata de provocaciones: Agresiones verbales, materiales y físicas; abusos, insultos, atropellos, vejámenes, e incluso verdaderos crímenes.
La historia determinará con claridad el origen de toda esa agresividad, pero también es indudable que la avalancha de enemistad y encono también ha sido ampliamente correspondida por la parte agredida.
La nación lleva un cuarto de siglo estancada en una hostil división suma-cero que se traduce en el severo deterioro, dislocación y retroceso de su población en todos los órdenes de la vida. Se ha constituido un círculo vicioso que es necesario romper para emprender la ruta de la reconstrucción.
Algunos señalan acciones imprescindibles para penar los delitos cometidos en este tiempo, pero la experiencia de muchos otros países confirma que se trata de un tema de futuro: Hoy no es viable hacerlo internamente, ni ejecutable por la parte internacional. En definitiva, aún para lograr una eventual justicia también se necesita destrancar la situación actual.
Para ello es necesario comenzar a desmontar actitudes y generalizaciones pues a fin de cuentas el enfrentamiento fundamental es entre venezolanos con mucho más en común de lo que hoy parece.
No se puede condenar ni avalar a priori a todos los principales jugadores políticos – de ambos lados – durante el último cuarto de siglo. Por ejemplo, quienes se apuran a condenar a las fuerzas armadas por un rol fundamental en la presente ecuación harían bien en recordar que más de la mitad de los presos políticos actuales provienen del sector castrense; y así sucesivamente.
Ya ha transcurrido toda una generación desde el inicio de la actual tragedia. Venezuela no es y jamás podrá ser igual a lo que fue en 1998. Lo central ahora es rescatar la sabiduría de El Libertador Simón Bolívar, quien supo asumir sin rubor una transición entre una brutal guerra a muerte y el célebre abrazo de Santa Ana de Trujillo, que trajo consigo un armisticio y la regularización de la guerra.
Esto sería, en términos políticos actuales, una salida negociada, pacífica, electoral y democrática para beneficio de todos los venezolanos y sobre todo de las futuras generaciones. Rescatemos la consigna: Patria y vida también para Venezuela.
Antonio A. Herrera-Vaillant