#OPINIÓN El paraparo no ha muerto #6Sep

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“…La trascendencia histórica del árbol está garantizada, en Venezuela son innumerable los pueblos y lugares que recibieron su nombre o el de su fruto…”

Jorge Puigbó

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Con el pasar de los años la ciudad ha crecido sin control alguno y el bosque virgen retrocede violado, las zonas verdes en las colinas y cerros son agredidas constantemente. Solo hay que mirar como al margen de los caminos del parque nacional El Ávila, decretado en 1958, se extiende una cinta de construcciones ilegales sin que las autoridades intervengan y no hablemos de Galipán una población creciendo al margen de la ley. Las tierras son absorbidas por una especie de agujero negro, un monstruo terrófago que todo lo devora. Desde el centro de la ciudad, donde el concreto reina y los árboles desaparecieron casi en su totalidad, se va produciendo un fenómeno de devastación escenificado por la lucha entre los colores de las viviendas, el gris del cemento, el rojo de los ladrillos, el negro de las calles, contra el verde de la vegetación, es una especie de degradé que, visto desde las alturas semeja una pintura a la cual se le aplicó la técnica del esfumado de Da Vinci, progresivamente las tonalidades verdes se difuminan, no hay linderos. Y no solo cambia lo físico, poco a poco las costumbres de los pobladores originarios de esos sitios son, asimismo, sustituidas y progresivamente olvidadas. 

Caminando por uno de esos lugares que todavía persisten en sobrevivir a duras penas en los confines de la ciudad, nos llamaron la atención unas frutas pequeñas y redondeadas, unas amarillentas y otras pardas, que estaban dispersas sobre el suelo, entre la paja recientemente recortada. Tomé una y enseguida me llegaron recuerdos lejanos, los cuales se confirmaron cuando me costó romper y despegar una concha dura de consistencia pegajosa y de la cual, cuando la retiré, salió una semilla, la parapara, una pepa como decíamos, negra como el azabache y redondita, cuando la vi en la palma de mi mano, confirmé mis remembranzas de niño, reviví un pedazo de tierra plana, la figura triangular dibujada sobre ella invitando al juego de rayo o rayuela, de pepa y palmo, aquel sustituto campesino para cuando no se tenían las metras, canicas, pichas, o como queramos llamarlas, hechas de cerámica o vidrio. Entre los dedos índice y pulgar se convertían las paraparas en un proyectil que, evitando el llamado “pujinche”, trampa imperdonable al empujar indebidamente, y bien manejadas, hacía crecer su número dentro de la bolsita de tela que, para guardarlas, nos cosían las abuelas con su infaltable “cabuyita” para cerrarla. Nuestro extraordinario poeta Arvelo Torrealba dice en “Florentino y el Diablo”: 

…Desde cuando yo jugaba

paraparas del Rayuelo

vide con la noche oscura

a cruz de mayo en el cielo…»

Así de importante en la vida cotidiana de nuestro pueblo era ese olvidado árbol. Abundan en nuestro folklore referencias y comparaciones con el negro brillante de su fruto y el de unos ojos que se quieren. En la canción «Mi Niña» el célebre cantante de música llanera José “Catire” Carpio cantaba: «…Tiene los cabellos de oro, las mejillas sonrosadas, su boquita de coral, sus ojos dos paraparas…”.

El Paraparo, el árbol y su semilla, olvidados por los inevitables cambios que el progreso trae, era y es un regalo de la naturaleza, forma parte de nuestra herencia indígena la cual, con el uso, se incorpora, se funde y aporta en el largo proceso sincrético que representó el mestizaje. Lo primero que encontramos en la historia son las descripciones de los collares, pulseras y adornos que utilizaban nuestros indígenas, en su elaboración, hermanadas con las relucientes y rojinegras peonías, las pepas de zamuro y algunos azabaches, que les hacían competencia, las paraparas eran y son, insustituibles en esos bellos abalorios, los cuales, además, siempre estuvieron envueltos en un halo de misterio y esoterismo como protectores en contra de la maldad para quien los porta. 

Una de sus características principales es la dureza de la semilla, los muchachos las usaban para cazar como proyectiles para las chinas o fondas y las hacían rebotar sobre los pisos como pequeñas pelotas, esa dureza produjo su incorporación al lenguaje formando parte de un olvidado dicho criollo, el cual menciona el poeta Ernesto Luis Rodríguez en su Contrapunteo de los Refranes:

“…Se la bendice San Pablo

que es de la misma colmena; no hay cantadores con pena

si a puro verso les hablo, cuando canté con el diablo

lo vi parado en el viento; después quedó sin aliento,

y a flor de rudos ahíncos se fue pegando más brincos, que parapara en cemento…”,

como siempre el humor y la jactancia parecieran formar parte de nuestra idiosincrasia.

Volviendo a los que nos ocupa, desde tiempos ancestrales la concha, mejor dicho, la corteza del fruto del Paraparo se ha utilizado en América como jabón para lavar la ropa debido a que posee un alto contenido, 30%, de saponinas solubles en agua, las cuales producen abundante espuma, no en vano su nombre científico es “Sapindus saponaria” y según el país de que se trate, se le conoce por diferentes nombres: palo jabón, jaboncillo, árbol de jabón, saboeiro, por mencionar algunos. También debemos señalar que, en muchos hogares y escuelas la sustancia pegajosa del recubrimiento de la semilla se recogía y se transformaba en un pegamento para el papel, raíces, hojas y corteza del árbol servían como laxante, cicatrizante de heridas y quemaduras, así como de insecticida. Hoy debemos agregar que es tóxico para el ser humano y en ningún caso debe ser ingerido. Una práctica que debe ser erradicada es el uso de la harina proveniente de la molida del fruto como sustituto de la planta llamada barbasco (Lonchocarpus Urucu) para usarla en la pesca por envenenamiento.

La trascendencia histórica del árbol está garantizada, en Venezuela, son innumerable los pueblos y lugares que recibieron su nombre o el de su fruto, algunos de ellos son: El Paraparo, estado Trujillo, municipio Carache; El Paraparo, estado Aragua, municipio San Sebastián; El Paraparo, estado Lara, municipio Iribarren y de especial mención está el pueblo de Parapara de Ortiz, en el estado Guárico, municipio Juan Germán Roscio, por ser una de las poblaciones mencionadas junto a Ortiz  en el memorable libro de Miguel Otero Silva “Casas Muertas” y es así que en el capítulo V, llamado precisamente Parapara de Ortiz, él escribe: “…Las muchachas y los forasteros pronunciaron sus nombres en forma poco inteligible al estrecharse las manos. Pero Carmen Rosa y Sebastián chocaron inmediatamente.

– ¿Usted es de Parapara de Ortiz? -preguntó ella.

– No hay Parapara de Ortiz -respondió él secamente-. Hay Parapara de Parapara.

Era una reminiscencia de la antigua rivalidad entre ambos pueblos, un decir jactancioso de cuando Ortiz tendía su manto protector sobre las poblaciones vecinas…”. 

En nuestro país existen paraparales en muchos sitios y de allí que ese nombre se conozca en todo nuestro territorio. Recordar es revivir y es la única forma de trasmitir la pequeña historia, que muchas veces apabullada por los grandes hechos y la implacable desmemoria se va perdiendo como los frutos que conseguí yaciendo esparcidos por el suelo y que nadie conoce, ni les importa. Cierro con una copla del ya mencionado Ernesto Luis Rodríguez:

Tu fina piel de cochano

la parapara no envidia;

ella negrita por dentro

tiene la concha amarilla.

Predicar lo nuestro, nuestra historia, es hacer patria.

Jorge Puigbó

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