A Rafael Arráiz Lucca, lector impenitente.
En el mundo futuro, no sé qué va a pasar con los libros. Yo pertenezco al segundo milenio de nuestro tiempo. El milenio del libro, desde que Gutemberg inventó la imprenta mediando este. De la primaria a la universidad, estudié con libros. Me recreé con libros… me dormí con libros. Me gusta tenerlos en las manos, palparlos, olerlos, ojearlos, empezarlos y terminarlos. Rayarlos, no, o en muy raras ocasiones, al margen, hacer una llave o una acotación, con lápiz suave, para destacar un párrafo, sobre todo en los libros de mística. Pero eso de subrayar el texto o pintarlo de amarillo, ¡Jamás!. Me parece una falta de respeto con el lector que sigue. Porque nunca he sentido el libro como una propiedad absolutamente mía, sino como un préstamo en el tiempo, será de otros después, porque seguramente vivirá más que yo. En una época, ponía mi nombre en el canto de los libros o en las primeras páginas, con esta leyenda: “Este libro fue de Alicia Álamo Bartolomé”. Eso pasó.
Me asombra que gente madura, incluso, vieja, prefiera ahora leer en la pequeña pantalla de una laptop y hasta de un teléfono. Yo me fatigo mucho. Me trastorna pasar las páginas con toques de mouse o golpecitos de dedos en pantalla, se van o se me devuelven y me dejan perpleja, soy muy torpe. ¡Cuándo como pasar la página de papel con el dedo índice, apoyando en esta el pulgar! Un movimiento rítmico, corto y eficaz.
Comprendo el fin del libro y de los edificios de bibliotecas que lo guardan. La tecnología nos ha dado el famoso pendrive, ese dedalito que uno mete en una rendija de la computadora y nos abre el contenido de todas las bibliotecas, pinacotecas, hemerotecas o colecciones musicales, o de lo que sea, del mundo. El libro se convertirá en una cosa más para desechar, porque todo lo que tú quieras encontrar estará en un diminuto pendrive. David una vez más vence a Goliat.
A mí me duele. Es como si perdiera un ser de mi mundo sentimental. Y eso que ya no leo. Leí mucho en mi juventud y edad madura, pero ahora mi disminuido tiempo de trabajo intelectual lo dedico a escribir. En dos años, escribí mis memorias, un abultado libro titulado “Mi largo paso por la tierra”, publicado el año pasado en edición limitada, que recoge 96 años de las experiencias de ese paso. Pronto se convertirá en digital a través de Amazon. También esta prolongada nonagenaria cae en las garras de la tecnología.
Cuántos imponentes edificios llenos de libros y vacíos de usuarios en un futuro próximo. Serán más bien museos, colecciones de objetos disecados o de fósiles. Todo pasa. Quizás las últimas generaciones hemos visto con más aceleración los cambios e invenciones del genio humano. ¿Cuántos siglos pasaron para que el hombre llegara a un transporte distinto al caballo o al carruaje arrastrado por éste? Lo mismo en cuanto al transporte marítimo. Mis bisabuelos maternos llegaron de España con sus hijos – mi abuelo Ricardo, el mayor, adolescente – a Venezuela en 1875 en buque de velas. En ese siglo XIX inventaron tanto el ferrocarril como la máquina de vapor.
Mamá, que nació en 1893, de pequeña iba con su padre de su pueblo natal, Yaritagua, a Barquisimeto, en calesa. Al anochecer la capital larense lucía calles iluminadas, no por electricidad, sino por gas y, cuando apareció en el paisaje ante los ojos de la niña, ella exclamó: ”¡Mira papá, cuántos cocuyos!”, Iginia leía en su casa con luz de vela. En 1958, a sus 65 años, voló conmigo, de Praga a Moscú, en uno de los primeros jets de la historia, de la línea aérea rusa Aeroflot. En 70 años la tecnología le había dado un vuelco al mundo.
Hoy los mayorcitos miramos hacia atrás y nos acordamos perfectamente de cuando empezó la radio, el cine en colores, la televisión, la computadora, los celulares y sus novedosa e incesantes variantes. Los tradicionales cuentos infantiles ya no funcionan. Cuéntale a un niño el de Pulgarcito, que echa miguitas de pan o piedritas para que sus padres puedan encontrarlo cuando es raptado por el ogro en el bosque y te acotará muy extrañado: “¿Y por qué no los llama por su celular?”.
¡Ah malhaya, los tiempos en que un libro era un tesoro, un premio! Recuerdo haber recibido en San José de Costa Rica algunos por mantener, en todas las materias, la mejor nota, todo el año escolar. Especialmente está en mi mente una bella edición empastada del Quijote, cuando cursé el primer año de bachillerato en el Colegio Superior de Señoritas. Desgraciadamente, perdí el precioso tomo en Barquisimeto, al regreso del exilio. Había otro igual en la casa, regalo a Anonio, mi hermano, de su padrino el Dr. Carlos Castillo. A papá le pidieron una donación para la biblioteca de una escuela que llevaba su nombre, ¡y donó el mío!.
Perdemos muchos libros durante nuestra vida. Los damos en préstamo y no nos los devuelven. Nos mudamos de casa y hay que prescindir de muchos de ellos. Vivir tiene mucho de ganar, pero también de perder. Se pierden oportunidades, seres queridos, cosas. Así nos enseña Dios el desprendimiento, tan útil para que el alma vuele hacia lo alto sin ataduras. Dejarlo todo para ganarlo todo. Es la santidad.
Miren hasta dónde me han llevado estas nostálgicas reflexiones sobre el libro. Quiero terminarlas con una hermosa y sugestiva frase que me escribió hace poco un dilecto amigo, que fue mi jefe cuando estuvo de Rector de la Universidad Monteávila, el Dr. Joaquín Rodríguez Alonso marchó un día con su esposa a los Estados Unidos, para visitar a sus hijos, estudiantes allá. Éstos no los dejaron regresar. Prácticamente los raptaron, dada la situación crítica de nuestro país. Su apartamento en Las Mercedes quedó vacío de seres humanos, pero lleno de sus pertenencias, entre estas, sus amados libros y Joaquín me escribe: “A veces me aturden los silencios de sus páginas cerradas”.