A veces Dios no nos responde. A veces pareciera que se nos escondiera o que no prestara atención a nuestras peticiones. Es lo que le sucedió en tiempos de Jesús a una mujer cananea. (Mt 15, 21-28).
A veces Dios nos coloca en una posición de impotencia tal que no nos queda más remedio que clamar a Él, seamos cristianos o paganos, creyentes o no creyentes, religiosos o no religiosos, católicos practicantes o católicos fríos.
El desarrollo del relato evangélico nos muestra que la cananea como que intuía que Jesús era Mesías no sólo de los judíos, sino de todos, porque a pesar de no ser judía, sino pagana (los cananeos eran paganos), se atreve a pedir a Jesús que cure a su hija.
Y Jesús se hace el que no escucha. Así es Dios a veces: simula no escucharnos. Y ¿por qué? O, más bien ¿para qué? … Para reforzar nuestra fe.
En el caso de esta mujer, Jesús insiste en seguir ejercitando su fe. No le parece suficiente el silencio inicial, sino que al recibir la petición de la mujer, le responde que no le toca atenderá los que no sean judíos, pues “ha sido enviado sólo para las ovejas descarriadas de la casa de Israel”.
Pero la mujer no acepta esta respuesta de Jesús, sino que se postra ante Él y le suplica: “¡Señor, ayúdame!”.
Sigue el Señor forzando la fe de la cananea. Y le responde: “No está bien quitar el pan alos hijos para echárselo a los perritos”, queriendo significar que para ese momento no debía ocuparse de los paganos sino de los judíos.
La mujer no ceja. Definitivamente, no acepta un “no” como respuesta de Jesús.
Iluminada por el Espíritu Santo, le responde a Jesús con un argumento irrebatible: “hastalos perritos se comen las migajas de la mesa de sus amos”.
La fe de la mujer había sido reforzada con los aparentes desplantes del Señor. Al obtener de Jesús lo que pide, la fe de la mujer queda recompensada. Nos dice el Evangelio que “en aquel mismo instante quedó curada su hija”.
“¡Qué grande es tu fe!”, le dice el Señor a la mujer. Y … ¡qué gentil es el Señor! Nos da crédito por lo que no viene de nosotros sino de Él. ¡Si la fe es un regalo que Él mismo nos da!
Ahora bien, como todo regalo, es necesario que lo recibamos. Es necesario aceptar ese regalo maravilloso que Dios nos da constantemente. Y, además, aceptar todos los entrenamientos que Dios hace a nuestra fe, para que ésta vaya fortaleciéndose y un día sea recompensada con el regalo definitivo que Dios quiere darnos: la Vida Eterna.
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