El sacerdote, historiador, abogado e intelectual caroreño Alberto Álvarez Gutiérrez acuño el término “Caroreñicidad” para describir con propiedad y precisión la idiosincrasia caroreña. Y aunque el mismo no ha elaborado una teoría de apoyo a esta denominación de nuestro carácter, aporta con abundancia lirica datos históricos, ejemplos y sobre todo un perfil sociológico centrado en el trabajo y la querencia telúrica.
Sobre esta caroreñicidad habló en el bautizo de la novela Alirio de Cecil Álvarez y la sala Ambrosio Oropeza de la biblioteca del Colegio de Abogados, creada con libros donados por su hijo el intelectual y escritor Luis José Oropeza, como parte del equipo de ilustres estuvo el propio Cecil como escritor de moda y cantante, Valmore Nieves como guitarrista, Yuyita Chiosone y Jairo García como anfitriones y el verano como protagonista de la persistencia de la memoria frente al olvido de la historia.
Hay una clave sencilla para adentrarse en el significado de esta caroreñicidad, demasiado supina para que califique dentro de los espesos análisis antropológicos que son usuales para definir características de conglomerados sociales. Esta clave es que para conocer Carora usted no puede llegarle por Barquisimeto, Maracaibo o Trujillo, para conocer Carora usted tiene que entrar por Coro, por Baragua, por San Francisco, por Altagracia o por Comala. Carora nació como una insurgencia del alma campesina sobre la tierra seca.
Carora se fundó como territorio desértico y su gente se acondicionó a trabajar sobre este ecosistema y pudo hacerlo porque enfrentó la aridez del entorno con el milagro de su fe laboriosa y terca, gracias a unas cofradías que en honor a la Virgen María y a su hijo Dios elaboraron sistemas de producción y comercio con los cuales triunfaron sobre lo seco y luego conquistaron el verde inhóspito de las ciénagas palúdicas y las montañas intrincadas de su entorno.
Fue esta convicción católica la que sembró ilusiones que florecieron bajo el empuje de una organización estricta donde el cumplimiento de las obligaciones cristianas fue parte de la ruta del desarrollo que posteriormente abrió a Carora hacia otras latitudes. Pero para entender el alma caroreña, para asumir el vértigo de su locura productiva y su vocación a la caridad, hay que asomarse a esos caminos antiguos que convergían en Carora luego del tiempo de oquedad de los arreos y las caravanas barnizadas de polvo y recuerdos lejanos del mar y la montaña.
Alberto Álvarez incrustado de santidad y risa pontifical, encarna esta caroreñicidad porque su percepción de Carora fue desde el balcón de su casa materna, desde la misma habitación donde un día durmió Bolívar, mirando desde ese mismo balcón el recorrido militar hacia Coro y pensando en las mulas que necesitaba para cubrir ese trayecto. Por ese balcón el Padre Beto se impetró de las claves católicas que conforman y estructuran la caroreñicidad.
En el bautizo de la novela Alirio ese mundo seco de la Candelaria fue un ventarrón de emociones, los mismos ventarrones que jalonaron la infancia de Luis José Oropeza en El Docoro, hacienda de su padre que por determinismo histórico luego fue manejada por Cecil y fue allí donde descubrió que la soledad meticulosa de Kant tenía relación con el paisaje yang que nos acerca sin distracciones a los destellos cósmicos del pensamiento abstracto.
Con el Padre Beto, con Cecil, con Felipe, con Luis José, con Alirio y Valmore fuimos caminando por un túnel de sol con paredes de silencio hacia la profundidad de nuestra esencia caroreña. Dios estuvo presente en la fundación de Carora y sigue alumbrando el destino incierto de nuestras ilusiones. Dios con nosotros.