¿Me estoy metiendo -según el dicho popular- en camisa de once varas al proponer tal tema para tratar en este artículo? Tal vez, pero lo hago, porque hay mucha gente equivocada en el mundo en cuanto a conceptos y prácticas. A mí me dijo hace unos años una señora que las personas casadas no podían vivir la castidad, como si el matrimonio fuese un pecado contra ésta, ¡y es un sacramento!
El erotismo es un don de Dios, dado al hombre y la mujer para su unión complementaria, no sólo para continuar la especie, sino para una vida de compañía y mutuo apoyo. Sin esta atracción sexual, que produce placer, la pareja humana no se uniría. Es un truco de Dios. En el animal sólo hay instinto natural, el erotismo es propio del ser racional, por eso se alimenta de la literatura, la poesía y el arte en general.
Como de todos los dones de Dios, dados para nuestro progreso y bienestar, los seres humanos podemos abusar del erotismo, convertirlo en fin y no en medio, entonces sí sale un pecado contra la castidad: la lujuria. De ahí que haya esa visión negativa del precioso don, sin el cual ninguno de nosotros hubiera nacido. Nuestros padres gozaron de su cuota de erotismo sano.
La santidad es también un don. Nadie nace santo. Ésta se alcanza por una lucha cotidiana y tenaz de la voluntad. Allí puso Dios el don del deseo y la ansiedad de ser santo. Lo asombroso es su carácter universal: todos los seres humanos, absolutamente todos, estamos llamados a la santidad. Esa fue la doctrina que predicó toda su vida san Josemaría Escrivá de Balaguer. Si todos somos llamados a ser santos, luego los santos están dotados de erotismo y todos también recibimos la gracia para controlarlo, porque éste puede desbocarse.
No todos los seres humanos estamos dotados de esa gracia especial que tuvo Sta. Teresa del Niño Jesús, la pequeña gran santa de Lisieux, que no conoció el pecado mortal. Ella decía que amaba más a Jesús que María Magdalena, porque a ésta le había perdonado una multitud de pecados, pero a ella absolutamente todos al no dejar que los cometiera. Así, su vocación en la Iglesia era el solo y puro amor.
Sin embargo, la mayoría de los santos ha tenido que luchar contra la concupiscencia, porque el erotismo siempre está allí. Hay quienes se han revolcado en la nieve, en una zarza o flagelado. Pero, sobre todo, está la voluntad, que distingue al hombre de la bestia.
La naturaleza humana debe ser una armonía alma y cuerpo, a veces éstos entran en conflicto y se vuelven enemigos porque uno quiere imperar sobre el otro. Sin embargo, enemigos que se aman. Ni exceso de corporeidad para negar el alma; ni exaltación de lo espiritual para someter al cuerpo. Ambos extremos son herejía. La santidad es lograr esa armonía, con un consecuente estado de paz y felicidad.
Me hace gracia que la gente habla a la ligera, pero con horror, de los ayunos, disciplinas y cilicios que usaban los religiosos de siglos pasados -dicen ellos- para castigar un poco al cuerpo. Hablan como de una costumbre que pasó, pero está vigente y no sólo en la vida religiosa, sino en la cultural y deportiva. Para lograr figuras de venus y apolos con el fin de lucirlos en la sociedad o ser atletas triunfantes en el deporte, ellos y ellas se someten a tremendos ejercicios, dietas y entrenamientos agotadores. Confieso que prefiero cinco a diez minutos de flagelación o una hora de cilicio, a cien abdominales.
No nos escandalicemos del cuerpo ni del alma. Mucho menos de los dones con que Dios los ha dotado. Si el erotismo es don divino para la continuidad de la especie y la felicidad terrena de la pareja humana, la santidad es la gracia para la bienaventuranza eterna.
Alicia Álamo Bartolomé