Si el amor se debiera no tendría yo cómo pagarle, a Barquisimeto primero y al estado Lara todo, tanta deuda prescrita.
A esos lares toqué por vez primera, fotos se guardan, tímido e imberbe, en 1966. Invitado por mi hermano de siempre, Aníbal Romero, a pasar unos días en la casa robusta de un primo suyo y mío en el afecto, Cruz Eduardo Duque, viajamos de seguida a Mérida los tres acompañados del equipaje frágil e inútil de un cuatro comprado y cancelado chinchín a Pablo Canela en persona, que nadie sabía tocar sino acunar como a un bebé absurdo.
En esa imagen sospecho el origen de mi tendencia a manifestar los sentimientos que no se pueden decir sino contar, de carambola, a través de la pluma o la garganta.
Con canciones y versos, solo o en compañía de amigos y tragos, que todos en exceso y poesía, procurábamos inventar a la mujer amada. ¿Qué otra cosa si no?
Las serenatas y su magia sellaron el destino de un muchacho, otro más, que se enredó en la miel de los acordes, de oído o fantasía, de armonías y disonancias de un mundo lunar y amanecido.
No descansábamos, en un ensayo eterno, dale que dale, hacíamos vibrar esas cuerdas tensas y enhebradas. ¡Cuánta gente, calles y desmesuras no anduvimos en el ejercicio cotidiano de la música que era la maestra perfecta para el romántico inaudible que éramos!
Pasado el tiempo todos nos despedimos sobrios y circunspectos, anotando teléfonos que sabíamos no sonarían jamás, y comenzó una lejanía que aún no escampa.
El más frágil de la partida, el cuatro, quedó en esquina baldía desde donde nos mira mudo y ciclópeo con su reojo inmenso, del cual emerge el aliento genuino de la vida que fuimos y que nos compara rigurosa.
La música larense deja una huella que ninguna cirugía sutura. Está ella hecha de cuerdas y con ellas te abraza.
No son los vientos o la percusión quienes ejercen su persona. Silueta y movimiento se trajinan con el quehacer de cerebros, manos, dedos, falanges y uñas, sobre cajón encordado, trastoso y clavijar, con el que se expresa una laboriosidad mental que se ordena sentado, en gesto reflexivo, inmerso en el híbrido paisaje larense que es a la vez andino, llanero, ora seco, ora húmedo, ora torrencial, único a la vez y más aún.
Todo este cují, bajo el que ahora me asombro, lo provoca el oír de “Tesoros de la Música Venezolana”, dedicado esta vez al estado Lara, en el cual se resume, mala palabra, mejor escribo inmenso, una manera de sentir y decir propias de una región específica y especial del país, mas sentida por todos los venezolanos.
Menos festiva que otras si de bailar hablamos, termómetro caribeño supongo de medir el festejo, sí más íntima, anhelante, amorosa sin ser apasionada, por lo que no se alcanza.
Hecha de luz pero sazonada en la nocturnidad del que sublima a quien está ausente. Voz del que no puede más pero lo intenta. Perfección del amor doliente que, a pesar de saber de su imposible, prefiere morir antes que despedirse de su sueño improbable.
Si el amor se pagara, yo, ladrón moroso de por vida, que tuvo el privilegio de rozar el paraíso perdido, el único que existe, no tendría de donde cancelar tanta nostalgia. Barquisimeto querido del corazón.
Leandro Area Pereira