Cabe tener presente que el imperio de la mentira como fisiología del poder no es un fenómeno inédito. El caso es que, hasta ayer, la manipulación o el falseamiento, el engaño o la explotación de las emociones, sea en el mercado de los bienes o en el de los votos, se la consideraba socialmente reprobable. Ahora se la tolera, se la normaliza – allí están las fake news – y cada uno y cada cual encuentra su justificación a la medida, a saber, creerse que es derecho tomar como cierta a la falsedad cuando complace y a riesgo de su sinsentido; o dado que permite saciar la sed de venganza por el mal que se alega se ha sufrido y proviene de la culpa de otros; o porque se la estima coetánea a la libertad humana, la de asumir como veraz al yerro. El derecho a la verdad, entendido como la propia, en la práctica muda y se transforma en un derecho a la mentira, otro galimatías.
En la antigua Grecia se conoce bien y se discute sobre esta, como comportamiento dentro de la plaza pública. Lo revela Sócrates: “No sé, atenienses, la sensación que habéis experimentado por las palabras de mis acusadores. Ciertamente, bajo su efecto, hasta yo mismo he estado a punto de no reconocerme; tan persuasivamente hablaban. Sin embargo, por así decirlo, no han dicho nada verdadero”, agrega. Y lo hace en un contexto de golpe teatral que explota intensivamente la elipsis del caso: se omiten palabras importantes en el discurso y se lo descontextualiza deliberadamente, como lo narra Jacobo Zabalo (“La antigua era de la posverdad”, 2018).
La posverdad, de tal suerte y en suma, arrasa con inusitada efectividad las texturas de nuestras sociedades y asimismo las pulveriza políticamente, en lo religioso y en lo normativo, bajo una paradoja que importa subrayar. Quienes se dicen poseedores de la verdad y practican en nombre de esta la posverdad – sea el progresismo redentor, sean quienes con espada en ristre afirman defender las tradiciones, o el Chat GPT como Deus ex machina que viene desplazando al Homo Twitter desde 2023 – mediante la violencia o el control de las emociones populares siempre buscan imponerla. Por lo que vale, aquí, la consideración de fondo que hace Emilio Lledó, volviendo a “Aristóteles y la ética de la polis” (Victoria Camps, Historia de la ética, I, 1999), a fin de ponderar lo que está perdiendo tras la cultura del relativismo que avanza y se globaliza. “No es, pues, el simple contacto con el mundo, el hecho aislado que los sentidos perciben lo que abre las puertas a nuestra sensibilidad”, afirma.
En efecto, los seres humanos “necesitamos articular lo vivido y convertir el «hecho» [producto de la ciencia o elaboración de la política], que cada instante del tiempo nos presenta, en un plethos, en un conglomerado donde se integra cada «ahora» en una totalidad”. Es la necesaria búsqueda de los universales que a todos nos conjugan sin mengua de los particulares, a fin de sobrevivir todos y escapar al caos o la selva selvaggia.
Es lo anterior lo que se conoce como la experiencia, la que le da sustento a toda civilización y sus culturas, como la nuestra, forjada en las localidades que desafían a lo virtual, decantada a contrapelo de lo momentáneo, en búsqueda de lo que trasciende. Y he aquí lo vertebral, en un momento en el que los políticos del siglo XXI deconstruyen nuestras memorias, derriban las estatuas de nuestros fundadores, queman las iglesias, prosternan los símbolos – y la revolución digital misma de suyo se vuelve negación del arraigo y del tránsito entre generaciones, obviando que sólo la memoria “permite [la] ampliación de lo vivido”.
Lo esencial y lo que más se ve afectado de manera intencional en medio del «quiebre epocal» es, justamente, el lenguaje y sus significados precisos. Al término es este el que nos permite “descubrir esa honda resonancia de la intimidad que alcanza, en nuestra propia historia, la historia de los otros hombres”. Sin éstos interactuando y sin nos limitamos al habla frente al espejo, no hay posibilidad democrática alguna, en línea con la consideración de Cansino.
“El lenguaje”, cuya señalada perturbación ha lugar para, a su vez, acelerar la inflación arbitraria de los derechos y la desconstrucción de lo natural, del ethos – “ellos”, “ellas”, “elles” – es el que “hace consciente, en lo colectivo, las experiencias de cada individualidad”, resume Lledó. Y si cada uno y cada cual, a la manera de una torre de Babel, forja sus propios significantes, ni los unos ni los otros, como pasa en la actualidad, podrán trasladar sus experiencias en reciprocidad y volverlas acervo intelectual que asegure la confianza entre los grupos humanos y sus generaciones.
Lo que es más grave, silenciado y aislado, el internauta o ciudadano digital degenera, pierde su entidad. En su defecto, como todos terminará siendo esclavo de los únicos elementos susceptibles de darle seguridad emocional y vital precarias en un mundo de enmudecidos, donde la desconfianza y la desconexión se vuelven denominador común. La dictadura en lo local y las tecnologías de eliminación (TdE) en lo global – no más la competencia leal y regulada, la política y la económica como tampoco la cultura del diálogo – sólo facilitan que alguien u otro termine “pensando por Usted”.
Las sociedades en anomia y en las que se pierden las certezas para sobrevivir y en sus decadencias, ven de inevitable como necesaria, así, la solución autoritaria. Nos lo muestra el siglo XXI, en el que entregamos nuestros destinos acríticamente, a quien dice nos proveerá de una vida cómoda y serena, engañándonos. Es la fuente de la que beben los traficantes de ilusiones.
Quiérase o no, en conclusión, “nadie puede tener la verdad, es la verdad la que nos posee”, lo dice con autoridad irrebatible, Ratzinger, respondiendo a nuestra posmoderna crisis de sentido (Elena Álvarez, “La respuesta de Ratzinger a la crisis de sentido”, Nueva Revista, 2018).
Asdrúbal Aguiar