¡El Estado soy yo! Así de tajante y con indubitable tono autoritario se definió así mismo el Presidente de Colombia, mientras se paseaba por Europa desatando controversias con sus comparecencias ante el Monarca de la madre patria, el Jefe de Gobierno y el Congreso de Diputados de España, a cuyas autoridades insisten en exigir que se arrodillen “a pedir perdón por los males causados a los nativos de las tierras esquilmadas en los tiempos de la conquista”. El presidente Gustavo Petro se empinó en la tribuna del parlamento y veía, solazado, como unos diputados casi que sacan sangre de sus palmas enrojecidas de aplausos prolongados, para después escuchar sus proclamas conservacionistas, embistiendo contra los hidrocarburos sin dar señales de cómo va suplir esos combustibles fósiles que, junto al carbón, hasta al día de hoy, le garantizan a la hacienda pública colombiana cuantiosos ingresos en divisas limpias-más de 31.000 millones de $-equivalentes a más de la mitad de la suma de todas las exportaciones de su país.
Al presidente Petro se le escapó esa infeliz frase que lo delata, tal como es, de la cabeza a los pies, presentándose como el supremo jefe de los jefes de Colombia, sin reparar que ese país que gobierna tiene una Constitución, instituciones autónomas, como La Fiscalía de La República, y una sociedad dispuesta a defender sus derechos y ganada, a la vez, a ejercer cabalmente sus responsabilidades.
Se ve muy nítida en ese peregrinaje y en esa valija discursiva, la agenda del Foro de Sao Paulo. Cuando escuche al presidente Petro autoproclamarse “jefe supremo del Estado Colombiano”, fue inevitable retrotraerme a los tiempos febriles del dictador venezolano Hugo Chávez Frías, cuando en una misiva dirigida a principios del año 1999 a los Magistrados de la Corte Suprema de Justicia de Venezuela, decía que: “Inmerso en un peligroso escenario de Causas Generales que dominan el planeta (Montesquieu; Darwin), debo confirmar ante la Honorabilisima Corte Suprema de Justicia el Principio de la exclusividad presidencial en la conducción del Estado”. Según el delirante Hugo Chávez “el pueblo soberano, titular del poder constituyente y único sujeto de su voluntad política”, había dado su veredicto. Embriagado de mesianismo exclamaba “Yo no quiero que me llamen nunca usurpador: las silentes urnas del 6 de diciembre guardan el secreto de la potencial explosividad de la Nación; es incuestionable que el respeto a los resultados frenó en las muchedumbres nacionales esa creciente energía detonante que persiste en su inconsciente, latente… y, si a la actual legislación se le impidiere hacer justicia se romperían las resistencias de las muchedumbres, cumpliéndose otras leyes: las precitadas leyes psicológicas de la compensación”. Así proceden todos los que forman parte de ese club del populismo, amenazan con “la fuerza incontenible de los pueblos” que manipulan con su prefabricada narrativa. Para Chávez y, para cada uno de ellos lo que cuenta es ese mal interpretado “principio de la exclusividad presidencial en la conducción del Estado».
Ya sabemos en que fue a parar el Estado de Derecho en Venezuela: en un narcoestado. Sus instituciones han sido menoscabadas y en medio de esa desaforada comparsa dictatorial se ha venido cumpliendo la más espectacular y asombrosa destrucción de la economía de un país que era riquísimo y ahora tiene a sus ciudadanos padeciendo los rigores de una tragedia humanitaria compleja y a millones huyendo por el mundo en donde mueren quemados, como sucedió en un recinto mexicano; ahogados después de ser arrastrados por las corrientes de un río; asesinados en la travesía de una selva o de una trocha o atropellados en una vía pública de Texas.
Por eso escribo estos recordatorios para que advirtamos que las andanzas de Gustavo Petro tienen sus referencias en las de Hugo Chávez y de Maduro en Venezuela. O en las acciones de Rafael Correa en Ecuador cuando promovía sus procesos constituyentes para apalancar su “Revolución Ciudadana” desde que asumió el poder en 2007, mediante la cual se dio su propia Constitución y estableció la reelección inmediata, apartando el principio de la alternancia en el desempeño del poder público, metiéndose en el combo de los reeleccionistas, tal como lo han venido haciendo Evo Morales en Bolivia y Daniel Ortega en Nicaragua. En Ecuador, Rafael Correa pretendió establecer la reelección indefinida, siguiendo los pasos de sus mentores Fidel Castro y Hugo Chávez Frías. No obstante esa persistencia correista, las cosas no salieron como él pretendía, gracias al rechazo mayoritario de una ciudadanía que le plantó cara a semejantes ambiciones.
En Bolivia, Evo Morales, también “cortado con las mismas tijeras”, intentó dar una constitución a su talla autoritaria con la consigna de “refundar el país”. Todo comenzó el 21 de octubre de 2008, una vez que el parlamento boliviano le daba los toques finales a la futura Constitución que Evo Morales había condimentado al gusto de su paladar. Pero la verdad, verdadera estribaba en que Evo Morales trajinaba, codiciosamente, establecer la reelección indefinida, ambición desmedida que le acarreó a los bolivianos actos de violencia y muertes, en medio de confrontaciones que había originado el talante personalista, mesiánico y autoritario de Evo Morales.
En Nicaragua, la situación no podía ser más deplorable. La dupla Ortega-Murillo ha tasajeado los poderes públicos hasta reducirlos a estropajos de los que se sirven antojadizamente para preservar el poder a su leal saber y entender. Controlan todo, entre ese amasijo de instituciones trituradas está el Poder Judicial al que obligaron a declarar inconstitucional la norma que prohibía la reelección inmediata, todo con la aviesa pretensión de establecer seguidamente la reelección indefinida.
Así está Americalatina, infestada de regímenes nada democráticos, como el que impera a manos del feroz tirano Nicolás Maduro que, por lo menos, no ha podido controlar la Sala de Cuestiones Preliminares de la Corte Penal Internacional que rechazó la solicitud promovida por Maduro para que se le permitiera responder al informe de la sección para la Participación de las Víctimas y las Reparaciones, que recogió cerca de 8.900 testimonios de víctimas que apoyan la continuidad de la investigación por los crímenes de lesa humanidad en Venezuela. “La Sala no otorgará a Venezuela tal autorización en el presente caso”.
Es descarado el intento, una vez más, de dilatar el proceso para evitar que se reanude la investigación. O sea que Maduro pretende ser beneficiario de la “La ley del silencio u Omertá, que es el código de honor siciliano que prohíbe informar sobre las actividades delictivas consideradas asuntos que incumben a las personas implicadas”.
Antonio Ledezma
@Alcaldeledezma