Nada inédita es la afirmación de Gustavo Petro, presidente de Colombia, al apelar al latiguillo de su condición de jefe de Estado para intentar sujetar al Fiscal General, órgano constitucional autónomo, al punto que hubo de salir en defensa de la Constitución – no de este, en lo personal, sino de la Administración de Justicia de la que forma parte – la Corte Suprema de Justicia.
Inútil detenernos en los aspectos constitucionales de la cuestión, sobradamente sabidos o entendidos por cualquier lego con un mínimo de sensibilidad republicana, sobre todo si es demócrata a pie juntillas. Basta con señalar, sí, que el presidente de la república – salvo en nuestros orígenes constitucionales compartidos, entre Venezuela y Colombia, en los que pesa mucho la tradición monárquica y virreinal hispana – es, como jefe del Estado, un símbolo de unidad de la nación; pero como tal jefe de Estado y de Gobierno, a la vez, está sujeto en sus competencias a lo que manda la Constitución y no más allá. Y si se trata del fiscal general, apenas cabe su potestad de someter a consideración de la señalada Corte, cuando corresponde, una terna de candidatos para ejercer dicha función. Pero tan autónomo es y lo debe ser este alto funcionario del Estado, que en sus manos está acusar y procesar a los ministros del Poder Ejecutivo.
Irrelevante es insistir, además, en el indiscutible carácter unipersonal del gobierno que es propio de nuestra cultura política – Simón Bolívar maldijo desde Cartagena de Indias la figura del gobierno colegiado dispuesto por el constituyente de 1811 – al punto que, no pocos creen, sobre todo quien ejerce esa función sin talante democrático, que el gobernante es beneficiario de una inmunidad para hacer y deshacer, salvo cuando la popularidad se les viene al piso, como en el caso del expresidente peruano, Pedro Castillo. Pero sí extraña que Petro, quien hizo parte del M-19, copartero de la Constituyente de 1991 que dio origen a la Carta fundamental en vigencia dentro de territorio neogranadino, busque cargársela. Y este aspecto es el que importa y ha de saberse su razón de fondo.
Hugo Chávez Frías, su ícono y al que ya repite de modo contumaz sin ingenio creativo el presidente colombiano – salvo para quienes entierran a la historia – inaugura su mandato presionando a la Corte Suprema de Justicia en 1999, al verla como obstáculo que podría oponerse a su deriva dictatorial y de ruptura del orden constitucional vigente desde 1961. “Debo confirmar ante la Honorabilísima Corte Suprema de Justicia el Principio de la exclusividad presidencial en la conducción del Estado”, le dice a sus magistrados.
Mas la cuestión no se queda allí y en 2001 – lo que catapulta el frustrado golpe militar en su contra del 11 de abril de 2002 – afirma y precisa, ante el Congreso Internacional de Derecho Agrario, reunido en Caracas, lo siguiente: “La ley soy yo, el Estado soy yo”.
Tras todo esto, pues era lo esencial, buscaba Chávez desmantelar a la Administración de Justicia, destruir al Poder Judicial para modelarlo y sujetarlo según sus propósitos, para que la ley dijese lo que quería decir quien ahora la encarnaba – acaso fundado en el Derecho
divino de los reyes. Así, la Asamblea Nacional Constituyente removió sin fórmula de juicio a todos los jueces venezolanos, incluidos los jueces supremos, mientras, en una primera fase nombra a jueces provisorios y de suyo sin autonomía, mientras alcanzaba el cometido de cerrar su círculo de dominio constitucional e imponer sus dogmas de fe.
La Constitución de 1999 – que se vendiera como la mejor del mundo por predicar más derechos que todos los reunidos en los tratados internacionales – modeló un sistema de poderes sin contrapesos, transversalmente militarista, de un presidencialismo invasor y capaz de legislar por decreto sin mayores cortapisas, y bajo la premisa de que el Estado es quien forma a la persona y le confiere derechos, en la medida en que ella adecua su comportamiento a los valores de la doctrina bolivariana. El “todo” encarna en el “dictador del siglo XXI”: “El dedo de Chávez es el dedo del pueblo”, declararía ante él su Jefa de Gobierno para el Distrito Capital”.
Reitero sobre lo crucial.
El modelo socialista del siglo XXI, rebautizado de progresista, que usa como latiguillo de presión su amenaza de volver a las armas si no se les permite, “democráticamente”, acabar con la “democracia burguesa”, entendió que el secreto del poder no está en las armas sino en tener bajo absoluto control a los jueces y, en eso, Petro sólo repite lo que aprendió de Chávez; quien a su vez tuvo como preceptor a Norberto Ceresole, sociólogo argentino fallecido, señalado de antisemita y neofascista.
Petro, como lo hizo aquél, no pierde tiempo en diatribas con políticos ni con partidos. Está persuadido de que viven aislados, presas de sus metaversos, como si los siglos XIX y XX no hubiesen transcurrido. Entre tanto apunta al centro neurálgico que mantiene en pie los sólidos culturales e histórico-políticos: A la nación, atemorizándola con la vuelta al tiempo de la guerra, y al Estado constitucional de Derecho, para arrodillarlo como hizo el fascismo italiano.
Piero Calamandrei, cuya obra machaco contumaz – El régimen de la mentira – lo explica mejor: “Las instituciones no son aquello que dicen las leyes escritas, sino lo que se entiende entre sus líneas; pues las palabras no tienen más el significado que les atribuye el vocabulario, sino uno diverso y a menudo opuesto”.
En suma, “la mentira política [la posverdad diría César Cansino], que corrompe y hace degenerar a todo régimen, en el fascista – ayer en el de Chávez, hoy en el de Petro, pichón de dictador – se la asume como el instrumento normal y fisiológico del gobierno”. No por azar, lo primero que hizo Nayib Bukele, en El Salvador, fue destituir, cuidando las formas pero no el fondo de lo constitucionalmente admisible, a todos sus jueces constitucionales.
Asdrúbal Aguiar