En nuestro tiempo republicano luce una excepción, hablar del lenguaje político más, por su degradación que por sus mensajes positivos que nos remite a un nuevo decir «calladito te ves mejor»
En la Venezuela de los últimos años del siglo XX y las primeras décadas del XXI, el discurso político dejó de ser una pedagogía cívica, a juerga típica de bajos fondos y caracterizado por la altanería que para unos, es estar en sintonía con el pueblo por el supuesto, que él le agrada, sin darse cuenta, que delata el nivel de incultura del hablador, porque imposible llamarlo orador. Entendiéndose el lenguaje como instrumento usado en política, para transmitir ideas e interpretar aspiraciones colectivas, mediante la palabra escrita u oral, con poder de convencimiento, dando vida a las ideologías, confrontándolas en el debate y ventilarlas ante la opinión pública.
Si a ver vamos, a los años pre y pos independentista según Luis Ricardo Dávila, en su estudio «Lenguaje y simbólica del poder republicano» (representación de lo político, 1810-1850) palabras como «patria, héroes, libertad, nación, ciudadanos, derechos, urbanidad» tuvieron significación histórica, moldeando conciencia cívica para la construcción de la República. Después sería la diatriba política por el poder y la sola confrontación personal de los llamados publicistas Juan Vicente González y Antonio Leocadio Guzmán insultándose mutuamente. Este último, llamando con apodos al primero como «traga libros, mole, tragafote, confuso montón de ropas, de insoportable olor saturniano y pies elefancíacos, hipopótamo Malcín y más» y este a Guzmán:
«Sicofante de cuantos poderes se han alzado en esta tierra… Su impunidad es la mortaja de Venezuela…Sutil y metafísico Catilina, Scoto de la política… El malvado, el infame perturbador…célebre por algún vicio, amigo de tumultos y revueltas, aspirador y ambicioso, mal hijo, mal esposo, ladrón, infame, tahúr y vago»
Semillas nada sonoras que se repiten en las últimas décadas del siglo XX y las dos primeras del XXI, donde a las claras, el discurso no es ideológico, sino una vez más, ofensivo. Epítetos cómo corruptos, golpistas, asesinos es común entre adversarios que terminan dándole cierto manto de impunidad a evidentes hechos. «Del verbo al puñetazo» es un subtítulo del ensayo «Los insultos políticos sólo pueden responderse con insultos» de Mireya Tabúes (El Nacional enero 19 de 2003) citando a la investigadora Adriana Bolívar para quién: «como consecuencia de insultos intercambiados entre actores políticos conducen a estallidos o ataques violentos a personas e instituciones».
¿A qué se debe todo ello? Sin duda, a la incapacidad o incultura de cierta dirigencia con un lenguaje vacío, que en el caso del régimen y la corrupción neutraliza a la oposición, bien porque puede involucrar a algún allegado, o simplemente, porque el tema no les conviene y si se trata de discutirse asunto colectivos como la salud, educación, salario ¡menos! – No nos conviene – «porque si yo a tu, te digo la verdad, no votas por yo». Lo coloquial se ha impuesto frente al lenguaje de las ideas, de diálogo con gestos soeces, desprecio.
Si al precedente discurso sumamos la crisis integral de la República, los pronósticos para superarlas son reservados, salvo que se imponga la sensatez y estimamos que no es difícil, mandándoles a decir a esos sicofantes de la palabra, que hasta tanto no modifiquen sus discurso no tiene sentido, acudir a sus convocatorias, e insistir en la abstención, que sin duda beneficia al régimen militarista, con el agravante que no desmentido, del evidentes entendimientos con el mismo, sin decirle a los ciudadanos en que consiste y al mejor estilo del «Gatopardo» la novela de Giuseppe de Lampedusa con el compromiso de — Que todo cambie para que todo siga igual – en fin ¡Estamos entramados!
Jorge Ramos Guerra