“Realmente, una cosa es la moral y otra la política” dijo Rómulo Gallegos en Barquisimeto, hace ochenta y dos años que se cumplen este veintitrés de marzo, pero lo mismo que su ejemplo, la frase no se quedó allí. Explica que la política reclama “además de las personales virtudes inherentes a toda capacidad de asumir responsabilidades y cumplir deberes y de una determinada ideología -hoy más que nunca-, ideas precisas y claras, aplicación desinteresada y constante a la meditación sobre las fórmulas que contengan el remedio de los males públicos y, por añadidura, cierta destreza para sortear las dificultades en el ejercicio práctico de esas fórmulas”.
Instantes antes, el maestro llevado por la realidad a asumir todas las consecuencias de la ciudadanía, había empezado su discurso, respondiendo a la pregunta que intuye en la mente de muchos ¿qué ha hecho este hombre para que otros llenen así la plaza pública en torno a él, de pie, como dispuestos a seguirlo? Su respuesta es simplemente “mantener el decoro personal, no apartarse del camino fácil de la honestidad”, es decir “lo que está al alcance de todos”. Su autoridad moral era su carta de presentación.
Ayer caminé con mi hijo a la vera de la estatua que le levantaron en un parque baruteño y pensé otra vez en su magisterio. Su figura la relaciono con la de Vargas, cuyo cumpleaños es este mismo mes. Gallegos y Vargas son monumentos de civilidad en una historia tantas veces marcada por el sino trágico de la fuerza, esa corriente arremolinada y briosa contra la cual hemos navegado como sociedad, lucha que en buenos trazos resume Mijares en Lo afirmativo venezolano, dato que no debemos olvidar, máxime cuando los nubarrones del pesimismo nos oscurecen el horizonte.
Lo que plantea es esa relación siempre tensa entre ética y política. Para hacer política, y subrayo hacer, porque es acción y no mera conversación, no basta la moral, hay que tener capacidad, ideas, fórmulas de solución y destreza para adelantarlas, sorteando los obstáculos que inevitablemente se presentarán. Pero sin moral, es como cocinar con las manos sucias y prescindiendo de las medidas de higiene, el resultado estará contaminado y por más atractivo, sabroso e incluso nutritivo que sea, puede intoxicar.
Ética es la parte de la filosofía que trata de la moral y de las obligaciones de la persona. Política es arte, ciencia y práctica relativa a la búsqueda y ejercicio del poder. Política hacen los políticos, claro. Los que lo son abiertamente y los que quieren serlo y fingen que no, especie sumamente perniciosa y al final del día, todos nosotros, los ciudadanos, cuando votamos o no votamos, cuando participamos o decidimos no hacerlo. Andrés Eloy lo pintó con tonos fuertes en su Presentación Mural del Hombre Honrado.
La ética no es la solución de la política, pero sí una condición, un requisito, una necesidad. Así, la relación entre una y otra es al mismo tiempo, fácil y difícil.
Lo fácil es distinguir el bien del mal. Seamos sinceros, la corrupción, el abuso de poder, la injusticia, son fáciles de reconocer. Las dificultades surgen con motivo de la oportunidad, de nuestro papel en medio de ellas, de recordar que no todo vale y principalmente, de las consecuencias que nuestros actos o nuestras omisiones puedan tener.
La ética de la responsabilidad es la que alimenta la evaluación moral de las decisiones e indecisiones políticas de acuerdo a su costo humano. Porque la intención importa pero no es suficiente, cuentan más los resultados.
Ramón Guillermo Aveledo