A todo jurista de nuestro continente, para discurrir acerca de las libertades de prensa, de expresión y de conciencia le bastaría precisar que como derechos estas se encuentran consagradas en la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre de 1948, en la Convención Americana de Derechos Humanos de 1969, y en la Carta Democrática Interamericana de 2001.
Le sería suficiente decir – a fin de profundizar y desarrollar en sus aspectos varios – que a la luz de dichos instrumentos dichas libertades expresan e integran a un derecho complejo, pues implica buscar, recibir y difundir ideas de toda índole, contrastándolas, y dando lugar con ello, además, al derecho de acceso a la información en manos del Estado; derecho que ha de asegurarse a través de los principios de publicidad, de transparencia, y de máxima divulgación.
Podría agregar quien hable sobre la libertad de expresión y de prensa que no se trata un derecho absoluto, pero no admite censura previa salvo la de los espectáculos públicos, para proteger a la infancia y la adolescencia, quedando prohibida toda apología del odio nacional, racial o religioso e incitador de la violencia o de cualquier otra acción ilegal contra persona o personas por estos mismos motivos.
Al cabo, yendo más allá, explicaría que la libertad de expresión sólo es restringible con apego a los criterios de legalidad, idoneidad, proporcionalidad y dentro de los límites necesarios permitidos por la democracia. O añadiría que, implicando la libertad expresión el respeto a los derechos y la reputación de los demás, se aceptan – mediante una prueba o test de balance con los otros derechos afectados, como el del honor, o las libertades de conciencia y religión – las expresiones que desagradan o irritan o molestan, cuando se trata de cuestiones de interés público e indispensables para que la opinión pública configure sus juicios en el marco de la experiencia democrática.
Nada de esto serviría como enseñanzas si se tratan de considerar los efectos que sobre tales libertades y derechos tiene el proceso globalizador que les constriñe, desde la gobernanza tecnocientífica.
Para mejor explicarme, acudo a la metáfora desarrollada por el sociólogo polaco Zigmunt Bauman, autor de La Modernidad Líquida (1999). Media, en efecto, un fenómeno de liquidez cultural en boga, que en mi criterio y como lo he sostenido repetidamente es deconstructivo de raíces y de imperio del relativismo. Se trata de una saga que se inicia hace tres décadas con la emergencia de las grandes revoluciones industriales, la digital y la de la inteligencia artificial. Lo del derrumbe de la Cortina de Hierro, al que se viese como el eje del fin de la historia, visto en retrospectiva, resta ante estas como algo subalterno.
Así como la civilización y la cultura, dentro estas la religión, responden a variables de identidad inherentes a la persona humana, de localidad y de temporalidad, lo digital y la robótica deslocalizan a todos los seres humanos, les sujetan a entornos virtuales negadores del tiempo, y cultivan la instantaneidad. Determinan el horizonte del transhumanismo y la posmodernidad, en los que imperan como reglas las verdades al detal y la ciudadanía internauta de los usuarios; que así los ve y considera la gobernanza digital, como usuarios o datos, para diluirles sus derechos a expresarse con racionalidad libre – pues priva el énfasis sobre lo sensorial – y a tener fe en la trascendencia.
En el arco temporal que se cierra con la pandemia universal, 1989-2019 y al que le sigue el aldabonazo de la guerra, en 2022, tales tendencias se hacen profundas. Buscan mineralizarse en este otro escenario de mayor calado e incidencia como el que se abre, poniendo a prueba el destino, por lo pronto, de la civilización de Occidente.
No se olvide ni se descuide, a tal efecto, como dato de la experiencia conocida y para mejor comprender lo dicho, que en el tiempo señalado medió el empeño por superar al Homo Sapiens – de la especie racional y espiritual – y al Homo Videns – el sujeto/objeto acrítico de la televisión. Se le dio paso y asiento al Homo Twitter, acaso síntesis digital de los dos anteriores. César Cansino lo celebra y lo describe así: “Si en la evolución humana el Homo Sapiens alcanzó sus máximas facultades con la lectura y la escritura, el Homo Twitter lo logra en su tentativa de ser elocuente en la brevedad, en el esfuerzo de la síntesis. Ahora es la concisión lo que determina al ser humano, la economía del lenguaje, la ligereza del tweet. Como el Homo Videns, el Homo Twitter también es seducido por el canto de las sirenas de las imágenes, ya no puede abstraerse de sus encantos, su contagio es generacional, pero a diferencia del Homo Videns, el Homo Twitter no renuncia a la interacción, se niega a ser una esponja receptora pasiva de imágenes, por lo que reacciona a todos los estímulos que recibe. Opina, critica, convalida, rechaza, repudia…”.
Desde hace pocos días, el ChatGPT, “un prototipo de chatbot de inteligencia artificial desarrollado en 2022 por OpenAI y que se especializa en el diálogo”, hace presente al Deus Ex Machina Sapiens. Es la resurrección de la “maquinaria que introduce al Dios” en el teatro cómico de la antigua Grecia para resolver los impases humanos y para que piense y resuelva por todos, por los actores y por la audiencia, en el teatro de la posdemocracia. ¿Estaremos en la antesala de una emergente teocracia robótica o religión atea? ¿Se abre a nuestros pies, tras el «quiebre epocal», una Edad que no venerará ni a dioses ni a hombres sino datos? ¿No plantea otro oxímoron o una herejía frente a la idea a cuyo tenor “el pensamiento y el lenguaje, que reflejan la realidad en distinta forma que la percepción, son la clave de la naturaleza de la conciencia humana?”.
Asdrúbal Aguiar