Murió hace diez años y todavía sigue siendo el líder de gobierno que mantiene un treinta por ciento de votación dura y un porcentaje más alto de simpatía hacia su recuerdo. Amado y odiado Hugo Rafael Chávez Frías fue una presencia cotidiana durante catorce años. Su ausencia fue un vacío que rompió la organización psicológica de todo un país. Quienes hablaban de trampas y fraudes electorales quedaron mudos ante la emergencia afectiva que despertó su muerte en multitudes de compatriotas que expresaron su dolor en silencio, como en silencio le daban su voto. Mientras que los líderes que lo seguían no entendieron nunca la relación cálida y cercana que tenía el pueblo con su líder y afrontando el sentimiento sencillo de la gente común decidieron convertirlo en una momia que encabeza sus luchas políticas.
Si algo caracterizó la vida y lucha de Hugo Chávez fue la pasión que le ponía a todas sus actividades. Lejos de ser un líder mayestático y distante fue un hombre que algunas veces se dejaba llevar por la espontaneidad para introducir en sus largos monólogos tormentas oratorias que encrespaban los ánimos de propios y extraños en una extravagante disertación sociopolítica que los historiadores se encargaran de analizar.
Pero incluso sus adversarios y enemigos más empedernidos le otorgaban temporales disculpas cuando se tomaba tiempo para mostrar su alma de hombre sencillo que amaba el béisbol, sus recuerdos de infancia y la sabana de Barinas. Este Chávez que era fiel espejo de la idiosincrasia criolla era asumido con benevolencia incluso por quienes se colocaban en las antípodas de sus planteamientos políticos y económicos, simplemente porque en esos momentos era vocero de un nacionalismo donde el eje central es la jovialidad y una visión fantasiosa de nuestra importancia mundial.
Este Chávez íntimo y cotidiano era el soporte humano sobre el cual se montaba el ideólogo que aspiraba imponer a sus semejantes una visión socialista de la justicia sin detenerse, como buen soñador, a revisar las limitaciones insuperables que tienen estas ideas para convertirse en superestructuras efectivas y productivas dentro del escenario social.
Si con su muerte se hubiese exaltado ese perfil del hombre cercano que era presencia amigable entre millones de desposeídos, para quienes verdaderamente era su líder político y espiritual, seguramente su recuerdo pudiera haber tomado el sendero de la inveterada tolerancia venezolana y lo hubiéramos enterrado cristianamente como un Presidente polémico con el sello de considerarlo universalmente nuestro, no obstante algunos pudieran mantener lógicas y legítimas objeciones sobre su ideario y su gestión.
Sin embargo sus exequias fúnebres fueron la extensión de un proceso intrincado, confuso y oscuro, donde verdades oficiales expuestas en clave de secretismo de Estado suplantaron totalmente los partes médicos y los informes de la familia que en estos casos son habituales. Así convirtieron a quien se enorgullece de ser el arañero de Sabaneta, conversador y siempre rodeado de cariños íntimos, en una ausencia misteriosa de cuya existencia nadie podía dar fe sino un cónclave mínimo de traductores de su silencio, excluidos sus padres y jefes de Estado como Evo Morales, Cristina Fernández, Ollanta Humala y Rafael Correa.
Pero todo este sinuoso calvario de sus últimos días ha podido ser apartado si los jefes oficialistas hubieran compartido el duelo con la mitad del país que reiteradamente votaba en su contra. No era difícil, bastaba con invitar a las exequias a quienes en vida fueron sus contenderos políticos y dejar que ese Chávez popular y algunas veces dicharachero hiciera su trabajo en el alma pura de esa gran mayoría de venezolanos que asumen la muerte como el finiquito definitivo de cualquier contienda en el mundo de los vivos. Pero al parecer tuvieron miedo de dar peleas a futuro sin su protección y decidieron convertirse en administradores de su cadáver para negarle a una mitad del pueblo el hacer las paces con su memoria.
Chávez se merece estar en paz con todos los venezolanos. El amó profundamente a esta patria y aunque tuvo diferencias profundas con muchos que lo sobreviven, seguramente su deseo póstumo, como lo dijo, era ser enterrado debajo de un árbol en mitad del llano. No obstante allí lo tienen momificado, como una amenaza, como protagonista de una discordia que con su muerte ha debido cancelarse. Más que El Cuartel de la Montaña, Chávez se merece el descanso eterno. De muchas formas la gestión de Maduro hace todo para desarraigar del alma popular para el ocupar ese lugar en la querencia de los humildes, pero no se atreve a enterrar su cadáver y lo mantiene secuestrado como un Cid Campeador amarrado a las ambiciones de una nomenclatura sin ideas ni liderazgo propio. Si en verdad queremos unidad integral para Venezuela hay que darle a Chávez cristiana sepultura y que la historia y la justicia juzguen su gestión y trayectoria, el en su tumba y los gobernantes actuales ante los estrados de los tribunales y las urnas electorales.
Jorge Euclides Ramírez