Una decisión totalmente apegada al Código Orgánico Procesal Penal (COPP) y a la Constitución de la República, que además cumplía con la petición de libertad emanada del Grupo de Trabajo sobre Detenciones Arbitrarias, tramitada por el Alto Comisionado Sobre Derechos Humanos nada menos que de la Organización de Naciones Unidas (ONU), se convirtió en el calvario de una honesta y digna jueza: María Lourdes Afiuni.
Ya es conocida la inmensa injusticia cometida, en la cual el presidente de la República para esa época Hugo Chávez, conjuntamente con la Fiscal General de turno, Luisa Ortega y con sus indecorosos colegas jueces, se ensañaron de una manera atroz en contra de una dama que lo que hizo fue cumplir con su deber. Toda la avalancha de improperios comenzó con el trato que le dio el presidente: “jueza vagabunda”, para quien pidió “la pena máxima”. Pero, ¿por qué la furia descontrolada de Chávez manifestada públicamente a través de los medios de comunicación? ¿Por qué Chávez se iba ocupar específicamente de esa medida judicial, si se quiere de poca trascendencia pública? La respuesta se encuentra en el entorno familiar del tirano: quien se beneficiaba legalmente con la medida en cuestión era socio de una persona que supuestamente dejó “con los crespos hechos” a una de sus hijas. Así se maneja el poder en los regímenes arbitrarios.
Quién salió en libertad tenía casi tres años preso, cuando el COPP prevé que debe ordenarse la libertad de toda persona que esté detenida por más de dos años sin haber sido sentenciado. Más claro imposible: la orden de la jueza Afiuni respondía estrictamente a la ley. En vez de reconocerse su apego a la ley, no sólo fue sometida a un proceso disciplinario, sino también a uno penal por medio del cual estuvo presa por años, siendo objeto de los más crueles tratamientos, pues nadie dudaba que era “la presa del presidente”. Sin embargo, su actuación estaba tan apegada a la ley que al final de cuentas, al no haberle podido comprobar ningún acto de cohecho, los fiscales y jueces que la condenaron lo hicieron por el “delito” de “corrupción moral” lo cual violenta el principio de la legalidad de los delitos y de las penas, pues tal invento no aparece como hecho punible en el Código Penal, ni en ninguna otra ley venezolana.
Pero el doloroso camino que le han impuesto a la jueza Afiuni no tiene final. Ahora se supo que, a través de un procedimiento eminentemente ilegal, sin que se le haya citado o notificado del mismo, fue sentenciada destituyéndola de su cargo de Jueza Titular, uno de los pocos jueces de tal categoría que todavía existen en el país. El Tribunal Disciplinario encabezado por el magistrado Hernán Pacheco Álvarez fue el órgano que tomó tan indigna decisión.
Este es un ejemplo que resalta en lo que se ha convertido el Poder Judicial en Venezuela. Casos como los de Roland Carreño, Javier Tarazona, Fernando Alban, Raúl Baduel, Leopoldo López y muchos más dan fe de ello. Personas encarceladas sin que se le haya podido comprobar delito alguno y lo peor es que son juicios interminables, los cuales se eternizan hasta el punto de causar la muerte del detenido, debido a los constantes diferimientos de los actos propios del proceso. En ello son cómplices fiscales y jueces: fiscales al inventar delitos y pruebas de la nada y jueces que le siguen el juego prolongando los juicios ilegalmente y en los pocos que sentencian lo hacen, como en el caso de la jueza Afiuni, acogiendo tipos penales inventados.
La independencia judicial se perdió en el transcurso de este nefasto régimen, pues sin jueces capaces de actuar autónomos que no obedezcan a órdenes de los factores de poder, es imposible sostener tal independencia. La designación de jueces y fiscales “a dedo” que recaiga sobre individuos de proceder complaciente con los deseos del oficialismo, lo cual llega hasta el Tribunal Supremo de Justicia, es lo que vemos con una evidencia cargada de cinismo.
En Venezuela tuvimos uno de los sistemas judiciales con mayor prestigio en América Latina, donde el apego a la norma, a la disciplina y al mérito, garantizaban que el Derecho estuviera al servicio de la Justicia, no como ahora cuando la Justicia está al servicio del poder. El Derecho es letra muerta y olvidada porque representa el espejo de verdades donde los jueces sumisos a los jerarcas políticos no quieren mirarse. Esto obliga a la aplicación de una justicia de transición que debe venir con el retorno de la democracia y de la cual hablaremos en próximo artículo.
Jorge Rosell y Jorge Euclides Ramírez