#OPINIÓN A quien pueda interesar #18Feb

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Frecuentemente mis estudiantes y más de un joven interesado en vivir plenamente su ciudadanía, me muestran curiosidad por mi experiencia en la política, un tema que he vivido y estudiado intensamente durante cincuenta y cinco de los setenta y dos y pico que tengo de vida.

En los años sesentas del siglo XX, cuando era adolescente, uno se comprometía muy temprano. Tras iniciativas de dirigencia estudiantil independiente, empecé a militar en la juventud de un partido político a los dieciséis años, empezaba quinto de bachillerato en el Liceo Lisandro Alvarado de Barquisimeto. Entonces quería cambiar el mundo, ni más ni menos. Ahora tengo aspiraciones más modestas, la vida enseña que los cambios a la escala que sea son difíciles y uno debe trabajar mucho para ir lográndolos y consolidándolos.

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Mi vida socialcristiana comenzó doce años antes de ser diputado suplente. Dos veces, circunstancias partidistas me bombearon a puestos no salidores en regiones distintas a la mía. Lo acaté con disciplina y respeto por apureños y mirandinos a donde llegué como “paracaidista”, aunque fuera conocido para ellos como dirigente juvenil nacional. Para mi satisfacción, en ambos estados gané afectos duraderos. Veintidós años esperaría trabajando por la primera de mis tres elecciones como diputado principal por Lara. Paciencia es la virtud que te permite perseverar. Sin ella, en la vida y también en la política, estás condenado a la frustración.

Entre aquellos tiempos y el presente no hay salto, tampoco vacío. Hay continuidades y rupturas. El país es otro y es el mismo, el mundo también. Quienes dicen que este país “cambió para siempre”, se equivocan. Lo mismo que quienes repiten que este país no cambia, que no tiene remedio. La verdad es que las sociedades siempre cambian aunque sea cierto que también mantienen rasgos idiosincráticos.

Lo sensato es evitar toda tentación de regreso. El avance reside en el aprovechamiento inteligente de las experiencias. La nostalgia es tan mala consejera como el “adanismo”. Al pasado no se regresa y cómo se hace, no somos el primer hombre sobre la tierra y es una necedad creer que sí lo somos. Eso se puede decir en masculino y también en femenino.

Nunca dejamos de aprender, así que hay que mantener el interés por conocer y comprender tanto como la humildad para darnos cuenta de cuán poco sabemos.

La política es hija de la sociabilidad y la imperfección humana. Es servicio al bien común, esencialmente para procurar equilibrios que hagan posible y provechosa la convivencia. Por eso es tan difícil y siempre pensaremos que en su balance, es mayor el debe que el haber. Así será siempre. La lucha del político que toma en serio el oficio es acercar la promesa al logro, para que la vida de todos mejore. Esa lucha es con la realidad y sus dificultades, con los otros y sobre todo, con uno mismo.

Pero no nos confundamos. La vida del político tiene dos aspectos. Uno es la lucha por alcanzar el poder y conservarlo. Y otra, que también es lucha, es la gestión. Saber qué hacer con el poder, cómo hacerlo, en beneficio de quienes y comprender los desafíos que en eso encontrarás.

De jóvenes nos definíamos como revolucionarios. El significado de las palabras se modifica con el tiempo. Hoy en día, la idea de revolución se asocia mucho menos con la política que con la ciencia y la tecnología y eso que los grandes logros en la ciencia y la técnica no son milagros, sino el fruto de años de estudio, experimentos, de ensayo y error. Aquí y ahora, la revolución está desprestigiada, a causa del fracaso de una pésima gestión, muy afectada por la superstición ideológica, el abuso de poder, el militarismo y la corrupción. Aquella revolución de nuestros años jóvenes era más bien una reforma avanzada en democracia. El adjetivo era usado hasta los setentas en nuestros países como antónimo de conformismo. Frei en Chile propuso la “Revolución en Libertad”. Entonces “reformista” era un adjetivo ofensivo. Hoy no me resulta incómodo, al contrario, eso es lo que soy. Creo en la gradualidad del cambio. Pero lo peor en aquellos años era que te dijeran “aburguesado” por cómodo o indiferente. Ser indiferente me sigue pareciendo deleznable. Ofensivo entonces y ahora, más.

Ramón Guillermo Aveledo

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