Fue el sociólogo, historiador y economista germano Werner Sombart (1863-1941) quien considera a la orden de monjes trabajadores de la Edad Media, la Orden de los Benedictinos, como fundadores originales del capitalismo moderno (Lewis Mumford Técnica y civilización. Alianza Universidad, Pág. 30 y sgtes.).
La noción de “espíritu” fue creada por Sombart y su colega Max Weber (1864-1920) para estudiar la mentalidad capitalista, que no se reduce a la estructura económica, como pensaban los marxistas, aferrados al perjudicial determinismo de la economía. Véase de estos autores: Werner Sombart: El apogeo del capitalismo, 2 vols., Fondo de Cultura Eco-nómica, México D. F. El burgués, Alianza Editorial, Madrid. Y de Max Weber su siempre polémico y clásico La ética protestante y el espíritu del capitalismo. Weber ha sido calificado como el “Marx burgués.”
La regla de la Orden Benedictina, fundada en 529 d.C. por el monje Benito de Nursia, iniciador de la vida monástica, le arrancó la maldición al trabajo y sus enérgicas empresas de ingeniería quizá le hayan robado incluso a la guerra algo de su hechizo. Fueron los Benedictinos en su mejor momento unos 40.000 hombres, los que bajo la regla de la Orden que fundara San Benito, ayudaron a dar a la empresa humana el latido y el ritmo regulares colectivos de la máquina. Una rutina metódica, el hábito del orden mismo y de la regulación formal de la sucesión del tiempo, se convirtió en una segunda naturaleza en el monasterio, a resguardo del caos y la irregularidad reinante entonces. El monasterio fue la sede de una vida regular, y un instrumento para dar las horas a intervalos o para recordar al campanero que era hora de tocar las campanas es un producto casi inevitable de esta vida.
En el remoto siglo VI San Benito, venerado como santo por católicos, ortodoxos y luteranos, establece las Horas Canónigas dentro de los monasterios, las que crearon una nueva realidad temporal al dividir al día en siete partes, como ordena el Libro de Salmos de la Biblia. Maitines, laudes, tercias, nonas, vísperas, sexta (de donde deriva la palabra siesta), completas, eran las siete horas canónigas. Es como un lejano antecedente de la división del día en las 24 horas que conocemos hogaño.
Los relojes mecánicos
Los relojes de agua (clepsidra) y de sol que venían de la Antigüedad fueron el primer momento sincronizador de las acciones humanas dentro de monasterios y abadías, medición del tiempo que la venidera civilización capitalista daría buena cuenta. Una irónica paradoja, valora Mumford.
Hacia el siglo XIII aparece un formidable y decisivo invento en Europa medieval: el reloj mecánico. Nada volverá a ser igual desde entonces. Las nubes que podían paralizar el reloj de sol, el hielo que podía detener el reloj de agua en una noche de invierno, no eran ya obstáculos para medir el tiempo. Verano o invierno, de día o de noche, se daba uno cuenta del rítmico sonar del reloj.
El reloj mecánico pronto se extendió fuera del monasterio; y el sonido regular de las campanas trajo una nueva regularidad a la vida del trabajador y del comerciante. Las campanas del reloj de la torre casi determinaban la existencia urbana. La medición del tiempo pasó al servicio del tiempo, al recuento del tiempo y al racionamiento del tiempo. Al ocurrir esto, agrega Mumford, la eternidad dejó poco a poco de servir como medida y foco de las acciones humanas.
El reloj mecánico, no la máquina de vapor, como establecieron los marxistas, es la máquina-clave de la moderna edad industrial. En cada fase de su desarrollo el reloj es a la vez el hecho sobresaliente y el símbolo típico de la maquina: incluso hoy ninguna maquina es tan omnipresente. Hubo antes del reloj diversos tipos de autómatas encantadoramente asombrosos que divertían a algún califa musulmán, pero ahora teníamos una nueva especie de máquina, en la que la fuente de energía y la transmisión eran de tal naturaleza que aseguraban el flujo regular de la energía en los trabajos y hacían posible la producción regular y productos estandarizados.
El reloj, además, es una maquina productora de energía cuyo “producto” es segundos y minutos: por su naturaleza esencial disocia el tiempo de los acontecimientos humanos y ayuda a crear la creencia en un mundo independiente de secuencias matemáticamente mesurables: el mundo especial de la ciencia. Será esto el antecedente de la gran revolución de la ciencia del siglo XVII con Galileo, Kepler y Newton.
Alrededor del año 1345 la división de las horas en 60 minutos y los minutos en 60 segundos era ya corriente. A principios del siglo XVI un joven mecánico de Núremberg, Peter Henlein, inventó relojes con muchas ruedas con pequeños pedazos de hierro. A finales de tal siglo el relojito doméstico fue introducido en Inglaterra y Holanda. Como ocurrió con el automóvil y el avión, las clases más ricas fueron las que adoptaron primero el nuevo mecanismo y lo popularizaron: en parte porque sólo ellas podían permitírselo, en parte porque la nueva burguesía fue la primera en descubrir que como Benjamín Franklin dijo más tarde, “el tiempo es oro”. Ser tan regular “como un reloj” fue el ideal burgués, y el poseer un reloj fue durante mucho tiempo un inequívoco signo de éxito. El ritmo creciente de la civilización llevó a la exigencia de mayor poder: y a su vez el poder aceleró el ritmo.
Ahora bien, la ordenada vida puntual que primeramente tomó forma en los monasterios de los Benedictinos no es connatural a la humanidad, aunque ya hoy los pueblos occidentales están tan completamente reglamentados por el reloj que constituye una “segunda naturaleza”, considerando su observancia un hecho natural.
Contra el reloj
El tiempo ha triturado nuestros huesos y músculos en aras de una creciente competitividad y productividad capitalista que no muestra pausas. En los Estados Unidos ha nacido un potente movimiento antisistema que pregona volver al descanso, predica el Evangelio del Descanso. Lo lidera una afrodescendiente originaria del Deep South, Tricia Hersey, quien ha fundado el Ministerio de la Siesta y se ha autoproclamado Obispa de la Siesta. Sus seguidores son legión en tiempos de pandemia, al grito de “No a la cultura del trajín”, que aconseja el sabático digital y la sabrosa siesta hispana. Capitalismo y supremacismo blanco, afirma la Obispo de la Siesta, son los responsables de los males que sufre la sociedad al sacralizar el trabajo hasta la extenuación, en una insensata lucha contra el reloj.
Luis Eduardo Cortés Riera