Me anima escribir este ensayo un pasaje del venezolano Mariano Picón Salas, cuando afirma que “A pesar de dos siglos de enciclopedismo y crítica moderna, los hispanoamericanos no nos evadimos enteramente del laberinto barroco” (Octavio Paz. Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe, 1989, pág. 345) Refiere Paz en esa obra extraordinaria la delirante Y deslumbrante figura de Atanasio Kircher quien construye una curiosa “ciencia barroca”, casi desconocida hoy. Lo otro que me inspira tiene que ver con el curioso y fascinante intento del poeta germano Wolfgang Goethe de construir una “ciencia romántica” de los colores en el siglo XIX, según afirma mi Maestro Ignacio Burk. Por último, el desastre ocasionado por el biólogo y agrónomo Trofin Lisenko en la Unión Soviética al desechar las leyes de la herencia de Mendel por ser “ciencia burguesa”, lo que ocasiona pavorosas hambrunas en la década de 1930 en la Rusia soviética.
Estos tres ejemplos nos ilustran el tortuoso y difícil camino que ha de recorrer la ciencia en todo tiempo y lugar, las contaminaciones religiosas, filosóficas y políticas que ella ha de enfrentar en su incesante búsqueda de la certeza del conocimiento. Pero habiendo numerosos casos de “callejones ciegos” en la ciencia, nos referiremos al de los tiempos barrocos europeos, los que produjeron una delirante y arrebatada ciencia, que, empero, fue comienzo serpenteante de la rigurosa ciencia experimental que hogaño conocemos.
Magia y ciencia en el siglo XVII
En el siglo XVII la ciencia moderna que conocemos hoy daba sus primeros y vacilantes pasos, avanzaba y también retrocedía. Era una lucha contra la superstición, la magia, la Cábala, alquimia, astrología, horóscopos, egipcianismo (verdadera enfermedad intelectual del siglo XVII que se prolongó hasta la Ilustración del siglo XVIII y el romanticismo del XIX), el hermetismo neoplatónico, esoterismo religioso de los rosacruces (AMORC) y otras ciencias ocultas que venían con gran fuerza y autoridad desde la Edad Media en Europa. Las preocupaciones mágicas y científicas estaban de tal modo imbricadas que era imposible separarlas. Tal siglo se le reconocerá por siempre como el de la Revolución Científica en el viejo continente. Esa centuria es la línea divisoria entre el pensamiento mágico y el de la modernidad, pensamiento “encantado” aquél,, que actualmente es reivindicado por el filósofo de la cultura estadounidense Morris Berman (El reencantamiento del mundo, 1981).
La egiptomanía de Atanasio Kircher
En México colonial, escribe Octavio Paz, a pesar de la censura de la temible Inquisición, se leía a Copérnico, Descartes, Gassendi, Kepler. Era muy profunda la influencia del sacerdote jesuita alemán Atanasio Kircher (1601-1680), de universal renombre en su siglo, que militaba en el hermetismo neoplatónico y el sincretismo. Tras huir de su natal Alemania, vivió 40 años hasta su muerte en Roma, donde reunió una rica colección de antigüedades orientales, libros, manuscritos e instrumentos científicos. Se le ha comparado como un Pico de la Mirandola del siglo XVII. Se propuso hacer una síntesis de las grandes tradiciones religiosas estudiadas por las misiones jesuitas. Una síntesis cristiana de las religiones universales, que era el deseo programático de los jesuitas.
Creyó encontrar Kircher, dice el mexicano Octavio Paz, en la civilización egipcia la clave universal para descifrar todos los enigmas de la historia. Demostró con temible erudición y verba que la India, la China y el México antiguo debían sus artes, religiones, ciencias y filosofías al Egipto de la tradición hermética. Gracias a esta curiosa forma de pensar Confucio era el Thot de los egipcios y el Hermes de los griegos. Los brahamanes de la India adoran en sus pagodas a la diosa egipcia Isis. Los magos y adivinos de México antiguo seguían a los hierofantes egipcios y los gimnosofistas de la India. Los lectores novohispanos, Sigüenza y Góngora, sor Juana Inés de la Cruz, deben haber acogido estas noticias con inmensa y comprensible emoción.
El sincretismo jesuita asume con Kircher un carácter total, que abarca todos los tiempos y todos los espacios. La Roma católica es el centro donde convergen todas las religiones, su puente es el Egipto antiguo y su profeta, Hermes Trimegisto, presintió, afirma el jesuita alemán, el misterio de la Santísima Trinidad del cristianismo. Su gran pasión fueron los jeroglíficos, a los cuales vio no como escrituras, sino como pinturas simbólicas que escondían verdades divinas. Hermes Trimegisto, afirma Kircher, es el padre de toda filosofía y gracias a él pudieron saber de Dios y de las cosas divinas Orfeo, Museo, Lineo, Pitágoras, Platón, Parménides, Homero, Eurípides.
Hipótesis fantásticas y delirio razonante
Los muchos libros que escribió el jesuita germano no sólo contenían hipótesis fantásticas apoyadas en una erudición libresca, sino que eran enciclopedias del saber de la época. Se interesó por la física-sobre todo la óptica- , la astronomía, el magnetismo y las ciencias naturales. En la obra de Kircher convergen tres corrientes opuestas: el catolicismo sincretista de la Compañía de Jesús, el hermetismo neoplatónico “egipcio” heredado del Renacimiento, y las nuevas concepciones y descubrimientos astronómicos y físicos. Ofrecía una síntesis de estos elementos contradictorios, una superposición de hechos, ideas y fantasías. Extraordinaria amalgama de saber y delirio razonante. Su obra que fascinó al siglo XVII, llega como gran novedad a la Nueva España colonial de la poetisa sor Juana Inés de la Cruz y el sanio Carlos de Sigüenza y Góngora.
El último hombre que quería saberlo todo
Afirma Octavio Paz que este sacerdote germano tenía una descomunal ambición, la que aun hoy nos asombra: dominar absolutamente todo el conocimiento humano hasta entonces existente. Se le ha conocido como lingüista, matemático, físico, óptico, egiptólogo, musicólogo, teórico de la música, polímata, inventor, sacerdote jesuita, astrónomo, arqueólogo, medicina, combinatoria, profesor universitario, escritor, físico, teólogo, vulcanólogo, geólogo, compositor, historiador, políglota, filología, sinología y naturalista.
Inventa unos aparatos increíbles: una máquina de movimiento perpetuo que no funcionó, la linterna mágica, megáfonos, el piano a gatos, estatuas hablantes, máquinas que vomitaban, relojes operados por girasoles, un Jesús magnético que caminaba sobre las aguas, órganos mecánicos, muchos tienen forma de caracol, algunos de los cuales tenía sor Juana en su celda del convento jerónimo en México colonial.
Escribió un tratado musical, donde relaciona la creación del mundo como obra musical. La música no es sino el orden que rige a las cosas. La música es como jeroglífico del universo. Esta idea se expresó en sor Juana, quien escribe un libro musical, hoy lamentablemente desaparecido: El caracol.
Kircher se cuidaba de la Inquisición, pues vivía en Roma, ciudad donde habían quemado a Giordano Bruno en 1600 y condenado a Galileo. El neoplatonismo que profesaba el sacerdote jesuita cambió nuestra del mundo. Siempre se dice, arguye Octavio Paz, que el responsable de tamaño cambio fueron Copérnico, Kepler y Galileo, pero según historiadores modernos, Arthur Lovejoy (1873-1962) entre ellos, el verdadero artífice de esa transformación fue el neoplatonismo, corriente de pensamiento perseguida en la Edad Media, pero que resucita con gran ímpetu en el siglo XV. Al negar la Escolástica, dibujó una idea del mundo que se enlaza con la nueva física y cosmografía de la primera modernidad.
Al padre Atanasio Kircher, “Maestro de las cien artes”, seguidor entusiasta de la tradición hermética neoplatónica del Renacimiento, debe vérsele como lo que verdaderamente fue: precursor de la ciencia moderna, una responsabilidad que se nos ha olvidado, lamentablemente. Quizás pese en este jucio valorativo negativo sobre su figura a que su contemporáneo René Descartes lo calificá de “charlatán con una imaginación aberrante”. Tenía entre sus lectores a las eminencias de su siglo: Locke, Huygens, Espinoza o Leibniz; y por supuesto, Descartes. Creía en unicornios, grifos y dragones. Al menos, a su favor hay que decir que negó expresamente la existencia de tortugas aladas y gatos voladores.
Hubo que esperar más de un siglo para que otro hombre tan obsesionado por saberlo todo naciera: el británico Thomas Young (1773-1829), un precursor de la mecánica cuántica del siglo XX. De él hablaremos en otra oportunidad.
Luis Eduardo Cortés Riera