Por: Julio C. Bolívar
I
Puedo recordar la escena de El Quijote cuando Sancho pregunta sobre qué comerán, Duelos y quebrantos le responde el caballero de la triste figura. Como no somos españoles de nacimiento, pero sí de la lengua, pensamos en un plato pobre, no sin razón, o un plato de aires y lamentos. Basta hurgar en toda la cocina española que humea por el libro y nos daremos cuenta de que aquella respuesta es sobre un plato majestuoso. Un plato milenario. Cuentan que, en la Mancha, lugar del que no quiere acordarse el enloquecido caballero, era costumbre que los pastores llevaran a las casas de sus amos las reses, que entre semana se morían o sufrían alguna lesión, de cuya carne deshuesada y acecinada se hacían tasajos. De estos huesos se componía la olla en tiempos en los que no se permitía en los reinos de Castilla comer los sábados. Esta comida se llamó Duelos y quebrantos, con sentida alusión al duelo que causaba, como es natural, a los dueños del ganado que fallecía en semejantes circunstancia. Esto lo narra Lorenzo Díaz en su libro La Cocina del Quijote. Otros lo llevan a decir de manera más sencilla, que era un plato compuesto con huevos y torreznos, el famoso chocolate de La Mancha, plato popular de aquellos lugares.
De allí tomó Freddy Castillo Castellanos (FCC) este nombre para su blog, dedicado a la memoria, sus lecturas y sus encuentros con los amigos, pero fundamentalmente para platicar con su escritura, sobre la cocina y la poesía. Lo imagino disfrutando la lírica historia de este plato citado en un libro de nuestra querencia común.
II
Hace un año conversaba con el historiador Carlos Giménez, en dicha charla me sugería una idea para hablar del poeta y ensayista FCC que conocí. Pienso en esa idea y vienen a mi memoria varios momentos, azarosos uno y sosegados otros. La última vez que hablé con él fue para pedirle una pregunta, si podía enviarme una pregunta, una sola pregunta. Dirán que el método del ensayista es hacerse preguntas, no preguntar al otro, para intentar, tanteando respuesta a sí mismo. La idea que tenía para ese momento hace año y medio, o más tal vez, era hacerle una entrevista coral al historiador de nuestra gastronomía José Rafael Lovera, el indispensable autor de Historia de la alimentación en Venezuela. Imagino el brillo de sus ojos, al hacerle semejante solicitud. Lo mismo me pasó con los 17 preguntadores a los que le solicité lo mismo. Esa entrevista fue publicada en una revista de historia que ya circula en las redes desde hace un tiempo (Presente y pasado N°52), no creo cometer una infidencia si revelo su interrogante en este momento.
La pregunta de Freddy Castillo Castellanos fue esta:
Profesor Lovera, conociendo su trayectoria de gran lector de obras literarias, me gustaría preguntarle en cuáles libros venezolanos ha conseguido usted, momentos especiales para ilustrar algunas expresiones de la gastronomía de nuestro país. ¿Tiene algún recuerdo especial de una de esas lecturas?
La respuesta del estudioso fue un elegante gesto de reconocimiento a nuestro paisano:
Nuestra literatura costumbrista es rica en el tema gastronómico y sería una investigación que demostraría tal aserto y creo que el profesor Freddy Castillo Castellanos seria la persona adecuada para realizar tal labor. Son muchas las referencias sobre el tema, especialmente en nuestras novelas y cuentos, tal vez las obras de Rómulo Gallegos sean buen ejemplo de ello.
III
Antes de aquella solicitud, pude hablar con él en una feria del libro celebrada en el 2019 en la Biblioteca Pío Tamayo de Barquisimeto. Nos habían solicitado, a ambos, cómo nos habíamos convertido en lectores y a la vez cómo, en escritores, si tal afirmación fuese, en mi caso, verdad. Una cosa no necesariamente te lleva a la otra. Pero lo que sí es inevitable es la tentación de reescribir lo leído. “Emular” diría Javier Marías, autor de gusto común a ambos. Eso sucede cuando leemos algún libro clásico, o que nuestra lectura lo convierta por arte del azar en clásico para nosotros y nos quedamos sin más para continuar el placer de seguir a un personaje. Ese día, antes de comenzar la plática, estuvimos un rato en una de las salas de libros generales y enciclopedias de la Biblioteca de la avenida Vargas de Barquisimeto. Allí, en medio de los gruesos lomos de libros, cruzamos impresiones sobre lo que nos habíamos propuesto recordar, particularmente el salto azaroso de los suplementos a libros más exigentes. Nos preguntamos cómo sucedía ese fenómeno y no encontramos una respuesta clara. Pienso en un poema de Freddy: el sueño del poeta y sus ganas de belleza. La imagen, diría Lezama Lima. O la santa belleza de Sánchez Peláez, a la que Freddy alude en su poema Sextina para la diosa Ambarina.
IV
Hoy reviso su blog “Duelos y quebrantos”. Fue en el año 2005 que comenzó a escribir textos breves sobre cocina y literatura. Las últimas notas las publicó en el año 2020, el 14 de agosto. Estaba enamorado del saber. Libros y cocina, viajes y gente.
V
Pero, antes me detengo en un poema que ha traducido una italiana a su lengua.
El paisaje soy yo.
El paisaje invisible.
El hombre ante el paisaje invisible es el paisaje.
Ante el paisaje total,
el hombre siempre se hace invisible.
Miro el paisaje larense con sus piedemontes y sus grandes planicies o los cerros blancos donde resiste la tuna, el yabo, el orégano, y las cabras acompañadas por sus pastores, por supuesto. Dicho paisaje, es tan seco y dilatado según palabras del cronista José de Oviedo y Baños. Pienso en su obra, lenta y diaria, gozosa en su discurrir y la elegancia de sus formas, y enseguida encuentro en sus blogs al biscuter con sus pequeños fragmentos que recorren la universalidad de la cocina y la importancia en la historia en las ciudades que visitaba.
Un poeta tan intelectual habla del paisaje sin excluir al hombre. Diluido en el paisaje hasta hacerse parte de él y saber que sin él no existe su transformación y su arraigo en la memoria. Y no parecer un extranjero ante su ciudad, su paisaje total.
VI
Llega Freddy a la Isla de Margarita. Lo esperamos para un seminario sobre literatura. Así se cumplió su itinerario. Más tarde recuerdo haberlo llevado a comer a la emblemática Casa de Rubén, restaurante de Rubén Santiago, margariteño venido de Trujillo, anclado en la isla, reinterpretando la cocina insular. Freddy se sienta, ansioso de conocer la carta y Rubén intuyendo al goloso comensal nos dice: yo me encargo. A partir de ese momento comenzó una fiesta de sensaciones en un tiempo sin tiempo, en la barra de La Casa de Rubén. De aquella herradura gozosa, platos como ostras horneadas con salsa de parchita y queso parmesano gratinado, un casabe con textura de galleta y una suave capa de tomate, orégano de Los Robles con queso gratinado, una sopa clara como la arena de Macanao con la musculatura de un mero, con chaco y verduras insulares y el perfumado y potente ají margariteño. Sus efluvios, invadieron el salón y nos dejó flotando como la suave lluvia mañanera en Punta Ballena, un arroz azafranado con chipichipi, la impecable e inolvidable ensalada de catalana guarnecida de aguacate y el proteico tomate margariteño, y cerramos aquella pantagruélica degustación con el afamado pastel de chucho, invención de Santiago partiendo del antiguo cuajao de chucho margariteño, para convertirlo en un plato nacional. Luego nos dijo, aquí tengo huevas de tortuga para cerrar y el postre margariteño envuelto en cachipo de plátano llamado piñonate.
VI
Desayuno en la 1era transversal de Los Palos Grandes en Caracas, tomo mi primer expreso y de pronto veo a Freddy y su pareja de siempre, Cuchi Morales, cargando la maleta de su carro. Salían de viaje a Barquisimeto. Cruzamos la mirada y, con un chillido suave, me dice desde la otra acera: me gustó tu texto sobre Julio Cortázar. Hacía meses había pasado un aniversario más de la muerte del autor de Rayuela. Lo había escrito pensando en una idea de Enrique Vila Mata sobre los números redondos que, con seguridad, Freddy Castillo compartía con el autor de El viaje vertical y recientemente Montevideo. Qué importancia tenían las celebraciones de números redondos o pares que no tenían los números impares. Me pregunto lo mismo, que agrega el número 50 a un personaje y que no tiene el año siguiente, el 51.
VII
Recurro a una pregunta que se hace el poeta peruano Mario Montalbetti, que me ha paralizado por un tiempo: ¿cuándo es importante un poema? Pienso en ese aire de timidez que lo rodeaba, con sus citas de memoria, que Freddy se hacía la misma pregunta casi como una apuesta consigo mismo, que recordaba lo que le confesó a la periodista Yayet Peralta, de sus juegos mnemotécnicos con su hermana en la biblioteca de su padre, lector empedernido, según el mismo recuerdo de Freddy en su casa de Nueva Segovia. ¿Sería por eso que publicó tan pocos poemas?
VIII
Recuerdo una vez que me mostró un libro de poemas. Quería editarlo y publicarlo. Lo vi una vez. Luego pareció enclaustrarse dentro del caracol lezamiano.
IX
Su pasión pedagógica residía desde su conversación hasta el salón de clases o conferencias. Nada se escapaba a esa caja de alumbres didácticos y gozosos. De ahí los talleres literarios y las revistas. La casa Antonio Arraíz fue el epicentro de su vida de Tallerista. Por allí pasamos muchos de los lectores de poesía: José Luis Ochoa, Julio César Blanco Rossitto, Reinaldo Chaviel, entre otros. Al menos dos generaciones de escritores se formaron bajo su dirección. Lo que cuenta Juan Carlos Méndez Guédez sobre un sueño, una intuición onírica, que tuvo con la figura de Freddy: “¿Por qué era la delicia en sus conversaciones y charlas, ese fino hilado de palabras sobre sus experiencias como lector y sus escrituras breves y oculta como los susurros?”
X
Estuvimos en, al menos, dos juntas directivas. En el Museo de Barquisimeto y en la de Biblioteca Ayacucho, pocas diferencias, muy privadas. Las redes sociales sirvieron para que dialogáramos por esos canales invisibles. De su paso por la UNEY, su labor y la paradoja, compartí alguna presentación de libros, ese era un punto de armonía y entusiasmo que limaba las ideologías. Escribía a diario, como los escritores profesionales, pero eran textos dispersos y breves, como se diría literariamente. Recorrerlos de nuevo en papel, como desearía Méndez Guédez, sería lo justo. Pensar sobre ese orden fragmentario que fue el legado escrito de aquella memoria que caminaba por la ciudad.
Julio C. Bolívar