El hecho de que el régimen de Nicolás Maduro y la oposición deban desplazarse a otro territorio para reanudar un diálogo facilitado por Noruega, suspendido abruptamente en agosto del año pasado y en el que figuran entre los temas a tratar la violación sistemática de los derechos humanos y hasta la entredicha posibilidad realizar elecciones libres, revela claramente no solo la gravedad de la crisis política y social venezolana, sino la enorme dificultad que se ha afronta para resolverla en un mediano plazo.
El parlamento nuestro es el escenario político natural en que se debió decantar este debate, pero aquí hay dos Asambleas, y ninguna está en capacidad de legislar, ni de controlar, ni de representar. La prensa pudo jugar un papel esclarecedor en la contrastación de ideas, programas y visiones, pero a punta de hostigamientos gubernamentales los medios de comunicación acabaron mediatizados, valga la incongruencia pero así son los tiempos que vivimos. La sociedad civil tiene sin duda una palabra que decir en todo esto, no obstante desde que un alto ministro soltó la insolencia de preguntar, bajo la autoproclamada revolución humanista, «¿con qué se come eso?», precepto tan antidemocrático quedó inserto en la verdad oficial. Una Venezuela disociada, fracturada, física y moralmente resentida, padece una pasmosa perversión institucional, un corrompido y corruptor relajamiento de la norma, un monumental atraso en materias tan sensibles como la educación, la salud y la administración de justicia. No es que no somos libres, es que ni siquiera se nos reconoce como ciudadanos. Y, mientras aquí cunden la miseria y la anomia, soportamos la colectiva indignación de presenciar el autorizado asalto de una gavilla foránea aliada de quienes detentan el poder, así como el accionar con sus anchas mangas de una nueva oligarquía, tan ramplona e insaciable como las que depredaron las arcas de la nación en las horas más oscuras de nuestra historia. Aquí solo está permitido callar, aplaudir, cohabitar con declarada indecencia. Venezuela, desmadrado reino de la opacidad, revienta dolorosamente sus presiones desde hace tiempo en las fronteras y, en su interior, encarna un criminal hervidero de frustraciones, una patria de mañanas clausuradas, una gran cárcel en la que todo quien no esté dispuesto a claudicar, arrodillarse e hipotecar su conciencia, queda privado de profesar sus ideales y trazar su propio destino.
Es acerca de todo esto, y más, de lo que en el fondo se hablará en México. El gran tema es el ansiado retorno a la democracia. La recuperación de nuestra pisoteada dignidad. Si de sanciones se trata, abordemos entonces aquella a la que una camarilla rebosante de ilegitimidad somete a un país entero. La dictadura aprieta y luego, para aflojar lo que nunca debió oprimir, despliega con patanería y malas artes en la mesa de negociaciones, su abominable repertorio de chantajes. Así, ha convertido presos como los seis ejecutivos de Citgo en meras fichas de trueque para glorificar su impunidad o asegurarse groseras ventajas. 244 presos por razones de conciencia, según la ong Foro Penal, entre ellos más de 20 mujeres, unos 125 procedentes de la sociedad civil, ¿no le dicen nada a la comunidad internacional? Se habla de presos políticos emblemáticos y eso es injusto. Hay incluso obreros, activistas de los derechos humanos, sindicalistas, purgando condenas que no han merecido una sentencia. Gente tan inocente como anónima en lugares tenebrosos como La Tumba, sede del Sebin, cárcel así llamada quizá porque en semejantes santuarios yacen los restos de la sociedad risueña, pacífica y pujante que una vez fuimos. Son escalofriantes las historias de dilación en los procesos judiciales, las detenciones arbitrarias, las desapariciones forzadas, el cuadro de torturas, corporales y sicológicas, vejaciones sexuales. Los suicidios simulados, como ocurrió con el concejal Fernando Ablán. Desde 2015 suman once los presos políticos muertos bajo custodia del Estado. ¿Podemos ser los venezolanos indiferentes o insensibles de cara a semejante pantanal de bestialidades?
Valga como muestra el botón que ostenta Lara, nuestro estado, con dos casos de presos políticos en los que se pone de bulto una indecible injusticia. Uno de ellos Darío Estrada, con la condición de autista, y el otro el periodista Roland Carreño, más asociado en la memoria colectiva nacional a la moda, al glamur y al quehacer cultural, que a la violencia y al terrorismo, que es de lo que se le acusa sin fundamento alguno. Sin que haya sido presentada una sola prueba sólida en su contra.
De México, los venezolanos no aguardan fórmulas mágicas ni repentinas conversiones beatíficas del oficialismo. Bastaría con arrancarle el compromiso formal, asistido, de respeto al inalienable derecho del pueblo, consagrado, por demás, en la Constitución, a dirimir en elecciones libres, verificables y justas, el tipo de país, el modelo político y económico que más se ciñe a sus aspiraciones. Unas elecciones sin candidatos inhabilitados, ni partidos expropiados, ni presos políticos.
De lo contrario, México lindo y querido habrá sido el escenario de una nueva agónica demora que no aguanta más.
José Ángel Ocanto