¿Cuáles son, en concreto, los signos del “quiebre epocal” que observamos y cuya falta de comprensión vuelve a la cultura política un ejercicio de medianías sin destino?
Uno es la fractura de la memoria colectiva, tras meros saltos al pasado remoto e inmemorial para su revisionismo y desfiguración, como lo hiciese el Foro de São Paulo. Otros son el ecologismo integrista, a cuyas leyes matemáticas habrían de subordinarse los seres humanos – por cierto, en línea contraria a lo que critica Herbert Marcuse desde la escuela neo marxista de Frankfurt, quien rechaza la mecanización como estilo de vida y la pérdida de la conciencia reflexiva con vistas al «control universal» (L’homme unidimensionnel, París, 1968); asimismo, la negación del personalismo judeocristiano – la cosificación del individuo – y en fin, como soporte de fondo, la «corrección política» o el relativismo existencial, esa dictadura posmoderna que no discierne – es el problema más grave de nuestro tiempo – ni entre la criminalidad y las leyes de la decencia humana, menos sobre el carácter integrador de las civilizaciones como hijas de los espacios y del transcurso del tiempo.
El debilitamiento de la identidad occidental, acaso por el impulso que le da la gobernanza digital, corre en paralelo a una Rusia y China que sostienen sus tradiciones apelando incluso a la guerra. Entre nosotros van tres décadas de fragmentación del género humano y fragua de miríadas de nichos “de diferentes” excluyentes.
Las plataformas digitales y sus metaversos, siendo inevitables diluyen el sentido de la localidad, lo vuelven virtualidad. Por ende, comprometen a los grandes relatos culturales y con ello apalancan la emergencia de contextos sociales signados por las inseguridades de todo orden, por la negación del valor de los “proyectos de vida” compartidos.
Al Estado y los Estados se los vacía de la idea de la nación y su conciencia práctica. Que sigan allí y tengan gobiernos no cambia la inutilidad que revelan hoy. Lo ha dicho Luigi Ferrajoli desde la escuela italiana: cada uno – incluido USA – se revela incapaz de lidiar sólo con los grandes problemas de la globalización, mientras que en lo doméstico es un paquidermo, sin la agilidad que demandan estos tiempos mejor ganados para la instantaneidad.
Habían transcurrido 12 años desde el desmoronamiento del Muro de Berlín cuando el Club de Roma ya advertía que “el mundo está pasando un período de trastornos y fluctuaciones en su evolución hacia una sociedad global, para la cual la población no está mentalmente preparada”. Agregaba que como “resultado su reacción es a menudo negativa, inspirada por el miedo a lo desconocido y por la dimensión de los problemas que ya no parecen ser a escala humana”; por lo que previene aquél acerca de estos temores, que “si no se abordan, pueden llevar al público a extremismos peligrosos, un nacionalismo estéril y fuertes confrontaciones sociales”.
Pues bien, advirtiéndose de inviable sin más, visto que es un oxímoron todo diálogo o sincretismo de laboratorio que se plantee entre quienes impulsan la disolución cultural y el final de los relatos paternalistas y quienes sostienen el valor de principios universales que guían “la conciencia de los pueblos libres” y son comunes a sus varias civilizaciones, cabe como premisa de la acción política y reconstructiva de la democracia alcanzar de modo previo un mínimo común antropológico. Jacques Maritain, uno de los exponentes más reconocidos de la corriente humanista cristiana a finales de la segunda gran guerra del siglo XX, apuesta por una metodología de aproximación fundada en la razón práctica moderna.
Juzga de posible enunciar los predicados “que constituyen grosso modo una especie de residuo compartido, una especie de ley común no escrita, en el punto de convergencia práctica de las ideologías teóricas y las tradiciones espirituales más diferentes” (Del autor, Le Paysan de la Garonne, París, Desclée de Brouwer, 1966). Y con los pies sobre la tierra Maritain desnuda las tendencias fascistas y totalitarias, que al cabo vuelven a tomar cuerpo en pleno siglo XXI con otra cobertura, como la del progresismo globalista. Cree y está demostrado – lo afirma – que someten “al hombre a un humanismo inhumano, el humanismo ateo de la dictadura del proletariado, el humanismo idolátrico del César o el humanismo zoológico de la sangre y de la raza” (Del autor, Humanisme intégral, Lille, 1936).
Para la comprensión realista del presente y su manejo recomienda este pensador cristiano francés lo permanente, a saber, la necesidad que tiene cada nación o pueblo de contar con raíces sólidas que le salven de las trampas del oportunismo o el tráfico de las ilusiones en las coyunturas. Nos deja, así, una clara enseñanza que cabe revisitar: – «Lo que decimos y esto era ya lo que enseñaba Aristóteles, es que el saber político constituye una rama especial del saber moral, no la que se refiere al individuo, ni la que se refiere a la sociedad doméstica, sino precisamente la que se refiere de un modo específico al bien de los hombres reunidos en ciudad, al bien del todo social; este bien es un bien esencialmente humano y por lo tanto se mide, ante todo, en relación con los fines del ser humano, e interesa a las costumbres del hombre [varón o mujer] en cuanto ser libre que ha de usar de su libertad para sus verdaderos fines», escribe (Humanisme, cit.).
Debo repetir, entonces, que no hay república sin nación, “que es el gobierno de los pueblos levantado en sus grandes experiencias sobre sí mismos”, como lo recuerda Lamartine. De consiguiente, se trata de restablecer entre nosotros – lo repito a mis compatriotas venezolanos – y en esta hora adolorida a esa patria que, como lo dijese el patricio don Miguel J. Sanz, nos permite ser “libres como debe serlo”. Es aquella en donde se encuentran nuestras raíces genuinas y nos hace memoriosos a distancia del tiempo recorrido y en los espacios siderales hacia los que nos hemos atomizado como diásporas, sin una Torá que nos acompañe.
Asdrúbal Aguiar