“La democracia no se sustenta sin la verdad. Verdad y libertad, o bien van juntas o juntas perecen miserablemente”
Juan Pablo II
Vivimos, en el país y en el mundo, tiempos de desconcierto, de crispación. Tiempos en los cuales el espíritu se somete a duras pruebas, que pueden conducir a la angustia, a un sentimiento de soledad, de duda.
En ese trance social, la fe del más fuerte puede decaer, quebrarse. Es posible sucumbir, entonces, al convencimiento de que nuestros males derivan de un castigo divino, que pudiéramos merecer.
Ahora, ¿en cuál libro hemos de encontrar la mejor iluminación, sino en la Biblia, la palabra de Dios, que es irrefutable, verdadera, eterna?
Es, lo digo con una honda satisfacción, el primer texto que leí. Tenía unos cinco años cuando mis padres comenzaron a estudiarla, con un deleite indescriptible. Habían encontrado la Verdad, les escuchaba decir.
Aquel libro con cubierta negra y lomo dorado me despertaba una curiosidad infinita. Tanto, que deseaba aprender a leer, sólo para sumergirme en sus narraciones, salmos y parábolas. Después me tocó predicar el evangelio en barrios de Cabimas, en Ciudad Ojeda, Punta Gorda.
Me bauticé en una playa de Punto Fijo. A los diez años ya había leído la Biblia no sé cuántas veces. Podía ubicar una cita con sólo abrirla y avanzar o retroceder unas cuantas páginas. Debí haber proyectado en la escuela la imagen de un pequeño pastor, porque recuerdo que un maestro me hacía consultas sobre religión. Cierta vez, tengo presente como si fuera hoy, me preguntó qué significaba la inscripción INRI, puesta sobre la parte superior de la cruz en que colgaron a Cristo.
Hoy, alentado por quienes me han hecho llegar apuntes sobre la relación que pudiera existir entre nuestros dramas y lo que dice la Biblia, he procedido a una recopilación válida para quienes profesan cualquier religión, siempre que crean en Dios de forma tal que su creencia los aproxime a Él. En alguna ocasión que se ha vuelto memorable, el teólogo brasileño Leonardo Boff le preguntó al Dalai Lama cuál es, a su juicio, la verdadera religión. Boff esperaba, según confesó, que indicara que era el budismo tibetano, o cualquier antigua religión oriental, anterior, incluso, al cristianismo. Pero su respuesta fue: “La mejor religión es la que te aproxima más a Dios, al Infinito. Es aquella que te hace mejor”. Entonces Boff le repreguntó: ¿Qué es lo que me hace mejor? Esta vez el maestro contestó con sabia sutileza: “Aquello que te hace más compasivo, más sensible, más desapegado, más amoroso, más humanitario, más responsable, más ético. La religión que consiga hacer eso de ti es la mejor religión”.
La Biblia no es un texto inalcanzable, remoto. Habla de nosotros. No somos ignorados por Dios. Esta división que en el país decreta el desencuentro, la ruptura, está recogido en la palabra inspirada. La Carta de Santiago hace clara alusión a la perversidad que entraña el fantasma de la exclusión: “Hermanos, si realmente creen en Jesús, nuestro Señor, el Cristo glorioso, no hagan diferencias entre personas”. La Biblia Latinoamericana es tajante al advertir: “El que hace distinción entre personas no puede ser cristiano”.
La imagen de los perseguidos y los inocentes enviados a la cárcel o al exilio por jueces injustos, encuentra preciso eco en Mateo 5: 6-7: “Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados. Felices los compasivos, porque obtendrán misericordia”.
El mismo libro, unos versículos más adelante (Mateo 6: 5) reprocha al que convierte sus muestras de fe en una regodeo público: “Cuando ustedes recen, no imiten a los que dan espectáculo”. ¿Cómo queda allí la pose del poderoso que, mediante bilongos, invocó a un Cristo al que, en su ciega prepotencia, le ordena escucharlo, y, peor aún, suele confundirlo con figuras oscuras, Molok, Changó?
También Mateo, en el capítulo 6: 14-15, dice, respecto a la crueldad: “Porque si ustedes perdonan a los hombres sus ofensas, también el Padre celestial les perdonará a ustedes. Pero si ustedes no perdonan a los demás, tampoco el Padre les personará a ustedes”.
El asalto y la confiscación de bienes pareciera descubrir referencia en la parábola de los labradores malvados (Mateo 21: 33-41). Es la historia del hombre que plantó una viña, la alquiló a unos labradores y se marchó a un país lejano. Llegado el tiempo de la vendimia, el propietario envió a sus sirvientes a cobrar su parte de la cosecha. “Pero los labradores tomaron a los enviados, apalearon a uno, mataron a otro y a otro lo apedrearon”.
Tildar a Cristo de comunista sería un sacrilegio del tipo de los que son observados en el segundo libro de Simeón Pedro (2: 1-3): “Pero hubo falsos profetas entre el pueblo, como también entre vosotros habrá falsos maestros que introducirán encubiertamente herejías destructivas (…), acarreando sobre sí mismos una súbita destrucción”.
La conducta del tirano está retratada en las primeras líneas del capitulo 10 del libro de Isaías: “¡Pobres de aquellos que dictan leyes injustas y ponen por escrito los decretos de la maldad!”
Hemos señalado que la palabra sagrada arropa a todos los cristianos, pero en el caso específico de los católicos, citaremos una histórica Carta Pastoral del Obispo de Querétaro, México, Mario de Gasperin, documento en que ofrecía una orientación a los católicos de ese país sobre su responsabilidad moral, de cara a un cercano proceso electoral.
“Los fieles católicos”, decía, “están obligados a ser coherentes con su fe en público y en privado; no pueden, por tanto, sin traicionarse a sí mismos, adherirse o votar por un partido o por un candidato contrario a sus convicciones religiosas y a sus exigencias morales”.
Un católico, agregaba el prelado, no puede votar por un partido o por un candidato que esté en contra del respeto absoluto que se debe a la vida humana.
O que no respete el derecho primario de todo hombre o mujer a practicar, en privado o en público, individualmente o en grupo, sus creencias religiosas. O que niegue el derecho inalienable de los padres de familia a escoger el tipo de educación que, de acuerdo a sus convicciones, deseen para sus hijos. “No puede votar por un partido o por un candidato que no se comprometa a promover la dignidad de la familia fundada sobre el matrimonio monogámico entre personas de opuesto sexo; a combatir la violencia, la drogadicción, la injusticia institucionalizada, la corrupción pública y que no haga propuestas creíbles en favor de los más necesitados”.
Juan Pablo II, el Peregrino de la Paz, visitó a Venezuela en dos ocasiones: en enero de 1985 y en febrero de 1996. La primera vez dejó traslucir la visionaria apreciación de una adversidad en ciernes, cuando pidió a Nuestra Señora de Coromoto que derramara sus bendiciones sobre campesinos, obreros, empresarios, artesanos, profesionales y conductores de la sociedad: “Ayúdales a ejercer su misión con gran sentido de honradez, diligencia y moralidad, escuchando el fuerte clamor de justicia que brota de tantos corazones”.
En su segunda visita, hizo, ya, un alerta en voz más robusta, dirigida a quien quisiera escuchar: “No se debe olvidar que el proceso de empobrecimiento material conduce muchas veces a un empobrecimiento moral y espiritual de las personas y de los grupos sociales, especialmente de los jóvenes y adolescentes. Ello origina una grave crisis por la ausencia de valores en el campo de la ética, de la justicia, de la convivencia social y del respeto a la vida y dignidad de la persona”.
Como otra prueba de la penetración de su mensaje puede tomarse cuando alentó a los venezolanos a “la edificación de una sociedad nueva, basada en la cultura de la vida y de la solidaridad, en lo cual consiste, como he dicho en muchas ocasiones, la civilización del amor (…) Las experiencias que se presentan como negativas han de servir para no repetir los errores y asumir un compromiso corresponsable con el país, fortaleciendo la esperanza fundada en Dios y en las potencialidades de la inteligencia y la libertad humanas. En efecto, se trata de superar las dificultades y caminar hacia un orden social que debe desarrollarse de día en día, fundarse en la verdad, edificarse en la justicia, vivificarse por el amor; debe encontrar en la libertad un equilibrio cada vez más humano (…) De los temas que requieren particular atención para la construcción de una sociedad realmente nueva y dinámica hay que señalar ciertamente el de la familia y el de la vida”.
Somos ovejas descarriadas y es preciso rectificar. Dios nos proveerá la ocasión y pondrá en nuestras manos las herramientas necesarias. Pero Él nos dio el libre albedrío y de parte de nosotros estará la opción de atender, o desoír, una vez, y otra, la palabra que proviene de una enseñanza en la cual decimos creer.
JAO