Si bien el término “guapo” alude a personas bonitas, otras bravuconas, en nuestro país su uso cotidiano apunta para describir a aquellos hombres groseros, altaneros, unos capaces de pelear y participar en reyertas y desafíos saldados, y otros que se “chorrean” al primer grito.
Sobre este último concepto acabo de leer un artículo lleno de humor, en la forma como fue descrito en esta sección de opinión de “El Impulso” digital, por la consecuente señora Carolina Jaimes Branger, titulado “El guapetón de barrio”.
Cuenta que conoció a uno porque era cercano a su familia a quien describió como arrogante, soberbio, sobrado: “Sentía que era todopoderoso, que podía controlar a quien fuera y lo que fuera. Creía que sus deseos eran órdenes y que su palabra era ley”.
Luego de un amplio recuento sobre su personalidad soberbia y humillante, culmina la historia con un final que tonifica: Un gocho puso fin a sus altanerías cuando le colocó un revólver en el pecho y lo hizo hacer “pupú” que de “guapo” lo convirtió en cobarde.
Tan pegajosa nota trajo a mi mente la historia de un hombre de parecidas características que existió en San Cristóbal, mi tierra natal, hace 56 años, (tenía yo 8 años), en 1966.
Para complemento era corpulento, de 1 metro 90 aproximadamente, de voz recia, gritón y abogado, cuando eran pocos los profesionales del derecho y sus actuaciones metían miedo.
Este señor, de nombre Caracciolo, como lo recuerdo, tenía un negocio de víveres al mayor y surtía bodegas en la ciudad y algunos pueblos circunvecinos. Su regla comercial era entregar la mercancía y cobrar un mes después mediante letras de cambio, cuando existían.
Pero se convirtió en un azote por su tamaño y profesión tiempo después, porque entregaba los productos y a la fecha de vencimiento del pago demoraba un mes o más para su cobro, para que bajo la excusa del incumplimiento, procediera, sin dar oportunidades de defensa, al embargo de las modestas tiendas, dejando en la ruina a sus humildes propietarios.
A su alrededor se fueron entrelazando cantidad de enemigos que se la juraron, pero antes de que se cumpliera una de las amenazas, un día sábado fue a disfrutar en su granja a las afueras de la ciudad, y en pleno verdor de la sabana, reclinado a un árbol, un loco furioso escapado del manicomio lo decapitó de un machetazo.
Es que a cada cochino le llega su sábado, parafrasea en su vocablo popular la señora Branger al final de su artículo del día lunes 21 de noviembre, el cual convocó a leer plenamente.
A muchos dictadores también les ha llegado su sábado.
Orlando Peñaloza