Ser humilde de verdad es saber y creer que no somos nada. ¿¿¿Nada??? Aunque creamos lo contrario, realmente y objetivamente, no somos nada ante Dios. Al pensar solamente en cómo dependemos de Dios para estar vivos o muertos, de cómo dependemos de Dios para que nuestro corazón siga palpitando o no, podemos darnos cuenta que somos nada ante Dios. Esa es nuestra verdad. Esa es nuestra realidad.
Darnos cuenta de esto es comenzar a ser humildes. Y la humildad es una virtud muy importante, tan importante que es el fundamento de todas las virtudes. Al hablar de humildad hablamos de “verdad”, pues humildad es “andar en verdad”. Es la definición que nos dejó esa gran Santa, Doctora de la Iglesia, Teresa de Jesús, cuya fiesta celebramos recientemente.
Esto es importante para captar bien nuestra realidad, es decir: para poder “andar en verdad”. Porque con frecuencia sucede que nos creemos muy independientes de Dios. Y esa actitud, aparte de no ser humilde, tampoco es realista.
Es que la virtud de la humildad es despreciada en nuestro tiempo. En nuestros ambientes más bien se fomenta el orgullo, la soberbia y la independencia de Dios, olvidándonos que Dios “se acerca al humilde y mira de lejos al soberbio” (Salmo 137).
Nuestra falta de humildad puede también reflejarse en nuestra oración. Puede ser nuestra oración como la del Fariseo de la parábola que nos cuenta el Señor (Lc 18, 9-14), el cual se atrevió a presentarse ante Dios como perfecto y como superior a un Publicano que se presentaba como pecador. Y la moraleja que nos deja el Señor en su parábola es aquella máxima el que se humilla(aquél que reconoce su verdad) será enaltecido (será levantado de su nada), y el que se enaltece, será humillado.
Al reconocernos creaturas dependientes de Dios, podremos también darnos cuenta que debemos estar atenidos a sus leyes, a sus deseos, a sus planes para nuestra vida. Y los planes y los deseos de Dios son mucho mejores que los planes y deseos nuestros.
Entonces, ante esta verdad-realidad del ser humano, nuestra oración debería ser una de adoración. Y … ¿qué es adorar a Dios?
Es reconocerlo como nuestro Creador y nuestro Dueño. Es reconocerme en verdad lo que soy: hechura de Dios, posesión de Dios. Dios es mi Dueño, yo le pertenezco. Adorar, entonces, es tomar conciencia de esa dependencia de Él y de la consecuencia lógica de esa dependencia: entregarme a Él y a su Voluntad.
ORACION DE ADORACION
Tú eres mi Creador, yo tu creatura,
Tú mi Hacedor, yo tu hechura,
Tú mi Dueño, yo tu propiedad.
Aquí estoy para hacer tu Voluntad.
Isabel Vidal de Tenreiro