La vuelta a clases tiene siempre el signo de la esperanza. Cada inicio del año escolar nos renueva la esperanza porque el compromiso de la educación es esencia con el futuro. En este sentido, refrescan nuestro optimismo testimonios realistas y constructivos como los de mi querida amiga Luisa Pernalete de Fe y Alegría, declaraciones que escuché en la radio a la Rectora María Isabel Guinand de la Universidad Metropolitana o los estudios y proyectos en marcha animados por Mariano Herrera. Apertura y paradójicamente, también evaluación. La vuelta a clases nos permite apreciar cómo marcha nuestra esperanza de una Venezuela mejor.
En medio de problemas enormes, asignaturas pendientes de diversa entidad, protestas y reclamos verdaderos e indiscutiblemente justificados, la educación venezolana vive y no como quien repta entre escombros tras un bombardeo o un terremoto. No señor. Porque hay mucha gente que no se rinde, trabajando duro, pensando y haciendo, buscándole la vuelta, resolviendo. Lo que es imperativo es una conciencia social y una política pública que acompañen y apoyen esos esfuerzos y promuevan su desarrollo y multiplicación para que no sean actos de heroísmo sino cotidianidad sembradora de desarrollo que es, como es sabido, el paso a niveles cada vez más humano de vida.
Tras una rutina escolar rota por la pandemia, sus secuelas y las fragilidades que ahondaron sus efectos en nuestro país, comenzamos el año escolar con presencialidad plena que de entrada plantea retos en materia de condiciones de bioseguridad. Para unos es recuperar la convivencia en la escuela con sus ventajas y exigencias. Para otros, volver a la escuela que han tenido que abandonar. Una y otra realidad piden respuestas.
La desescolarización es un hecho, cuantificarla es requisito mínimo para poner en marcha las iniciativas que la resuelvan. Niños que han dejado la escuela por causas diversas ¿Cuántos son? ¿Dónde están? La ausencia de estadísticas confiables es en sí misma un problema a enfrentar y un obstáculo a superar.
CECODAP, el Centro Comunitario de Aprendizaje, valiosa iniciativa desde la sociedad civil, ha estudiado la realidad en cincuenta y seis escuelas de Anzoátegui, Aragua, Bolívar, Carabobo, Distrito Capital, Falcón, Lara, Miranda y Zulia. Nótese que en su mayoría no se trata de las regiones de menor desarrollo relativo o más deprimidas.
Sus datos no dejan margen a la indiferencia.
Primero lo primero, en el 60%, es decir seis de cada diez escuelas hay déficit de docentes por deserción o bajo salario. Problemas de infraestructura por desgaste, falta de mantenimiento, robos o hurtos u obras sin terminar, afectan al 56% de la infraestructura escolar. Fallas en servicios públicos de agua potable y servida, electricidad, gas en el 54%, mientras en el 55% hay fallas en el programa de alimentación escolar.
Súmele a eso, cómo no, la problemática vista desde la familia, los padres y representantes, muchas veces la madre sola, que deben dar la cara al costo de la matrícula, los uniformes y los útiles escolares.
La crisis en la educación pública empuja lógicamente una migración hacia una educación privada con las dificultades de sustentabilidad. No es difícil comprender los efectos sociales que ese cuadro implica.
La evaluación no se queda en el aula, es a nosotros como sociedad. Al Estado, desde luego; al liderazgo político primero, pero al de todos los espacios sociales. Y a nosotros como ciudadanos. Porque es nuestra esperanza la que se evalúa. Se me caerá la cédula, pero unas materias van a reparación, otras las llevamos de arrastre desde hace mucho. Aprobar es la meta, pero no con “diez es nota y lo demás es lujo”, los pueblos más avanzados aprueban con honores y siempre mantienen su inconformidad para buscar lo mejor. ¿Por qué no?
Ramón Guillermo Aveledo