La expedición de un nuevo informe, el tercero de los elaborados en 2020 y 2021 por las misiones independientes designadas por el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, sobre la comisión de violaciones graves de derechos humanos en Venezuela mediante una política de Estado diseñada al efecto y que, en su conjunto, tipifican verdaderos crímenes de lesa humanidad, de suyo significa que las víctimas están siendo acompañadas. Lo hace sólo una parte, la técnica, de la comunidad internacional, que no ha dejado a estas en el abandono, a la suerte de sus tragedias como lo han hecho los gobiernos.
La investigación es precisa en cuanto a la determinación de los hechos, la identificación de las estructuras orgánicas del poder policial y militar dispuestas para la ejecución de las señaladas violaciones generalizadas y sistemáticas, las cadenas de mando involucradas, y la precisión de las presuntas responsabilidades individuales que anclan en lo más alto de la pirámide del gobierno venezolano. Pero sólo hasta aquí todo está en orden y con destino preciso.
Si el ecosistema mundial estuviese o fuese próximo, más allá de lo nominal o convencional, a los compromisos de Justicia internacional que se derivaron del Holocausto y la Segunda Gran Guerra del siglo XX y que encontró como delta a la regla de la competencia universal para el juzgamiento de los criminales, en paralelo al funcionamiento del Tribunal Internacional de Nuremberg, sería ello de celebrarse. Mas la lucha entre los Estados y sus gobiernos, entre la lógica del poder soberano y la lógica del respeto a la dignidad inviolable de la persona humana ha sido una constante que no cesa todavía, salvo por breves intersticios.
El mismo debate dentro de la ONU para concretar la responsabilidad internacional del Estado – no digamos la de los gobernantes – por violaciones de derechos humanos se tragó largas décadas (1949-2001), hasta que se formaliza un texto normativo no vinculante que al paso eliminó de su articulado a los crímenes contra la humanidad. Llegado el momento se crea la Corte Penal Internacional en vísperas de iniciarse el siglo corriente. Sin embargo, la inefectividad de sus investigaciones y procesamientos es palmaria, sobre todo en el caso venezolano.
Lo grave es que los mismos gobiernos que forman el Consejo de Derechos Humanos, ante informes como el que ocupa estas líneas y es demostrativo de que el mal absoluto nazi ha renacido, expandiéndose como un cáncer que hace metástasis, nutrido ya no de dislocaciones ideológicas o nacionalsocialistas sino de intereses coludidos con el crimen organizado transnacional, reducen la cuestión a un problema político, de votos.
En suma, informes e instrucciones que habrían de servir, sin más consideración, a los aparatos de la justicia doméstica de los Estados o a la inmediata actuación de la justicia internacional penal, se les trata y despacha por estos como “papeles diplomáticos”, no pocas veces trasladados a la Asamblea General de la ONU para que duerman el sueño de los justos.
El caso de Rusia, luego de sus crímenes ejecutados en Ucrania, es igualmente ilustrativo.
Ante la parálisis del Consejo de Seguridad y la disposición del veto ruso, hubo de actuar la Asamblea de Naciones Unidas para revisitar un problema que venía desde atrás, desde 2014. Y al momento de declarar esta que sí hubo una agresión rusa, no dudaron un instante las mayorías de los Estados miembros para confirmarlo. Empero, cuando de seguidas se debatió sobre la aporía de la presencia del gobierno de Vladimir Putin en el Consejo de Derechos Humanos, por sus atentados a la vida e integridad personal de los ucranianos, aquella se dividió casi de por mitad. Una aprobó la resolución y la otra, no lejana de vencer, se dividió entre quienes callaban o quienes negaban, al cabo igualmente responsables por indiferentes ante la maldad.
Salva esta gravosa circunstancia, mientras no sean acaso eliminados los obstáculos que se le oponen a la impunidad mundial, la circunstancia que, al tratarse de crímenes de lesa humanidad ejecutados por el gobierno de Nicolás Maduro y su cadena de mando, son constitucional y convencionalmente imprescriptibles. Son susceptibles de persecución universal por parte de cualquier Estado y no solo por la Corte del Estatuto de Roma que tiene en sus manos el expediente. Habrá que esperar, entonces.
En su informe, la misión independiente de la ONU habla de las “fuertes palizas con bates y objetos punzantes; descargas eléctricas en partes sensibles del cuerpo… cortes y mutilaciones, incluso en las plantas de los pies y debajo de las uñas… descargas eléctricas en los genitales… alimentación forzada con heces y vómitos” padecidas por quienes son llevados, como enemigos del régimen totalitario y represor venezolano a sus mazmorras. Ello causa escalofrío, pero el nuevo gobierno de la guerrilla y del narcotráfico en Colombia lo celebra, designando al presidente venezolano como su mediador de la paz. Y como ya ocurriese con el expresidente Juan Manuel Santos, no deberá desestimarse que al inquilino de Miraflores, validado por el régimen cubano, se lo declarase Premio Nobel.
No creo, obviamente, que tanto desatino e irracionalidad ética y práctica alcance como para darle un cierre magistral a esta obra bufa en el teatro de la impudicia y del relativismo, a menos que Rusia y China ganen la guerra contra Ucrania. Es decir que, incluso perdiéndola Putin, la narrativa pactada por estas a inicios del año, en Pekín, se imponga. Dice lo que ya practican el propio Maduro, Alberto Fernández, Pedro Castillo, Gabriel Boric, Ortega-Murillo, Diaz Canel y López Obrador, como la esposa de Zelaya: “Sólo corresponde al pueblo del país decidir si su Estado es democrático”.
Las señaladas potencias, que mal deben ser subestimadas, concluyen para la Era Nueva y en tiempos de globalización que le saldrán al paso “al abuso de los valores democráticos y a la injerencia en los asuntos internos de los Estados soberanos con el pretexto de proteger la democracia y los derechos humanos”. Esas tenemos.
Asdrúbal Aguiar