Me ha honrado la academia emeritense de Venezuela, sita en la emblemática ciudad universitaria que en pocos lustros celebrará el quinto centenario de su fundación, al incorporarme como uno de sus miembros. Lo han decidido así sus Individuos de Número. Y al encontrarme con lo que ha sido una sorpresa que, por ende, me compromete aún más, les hice el juramento propio de su gentilicio y al aceptarles mi nominación como Miembro de Honor: “Lo que es mío es tuyo y lo que es tuyo es mío”.
Les he hablado, en fecha providencial, pues coincide con el 125° aniversario del nacimiento de don Mario Briceño Iragorry, hijo ilustre de Mérida y de su universidad como autor del célebre “Mensaje sin destino”, sobre la conciencia de nación. Ante los colegas de academia que me han recibido abundé sobre la reconstrucción pendiente de las raíces venezolanas, en una hora de disolución e incertidumbres.
Dedico mi estudio, depositado ante ellos junto al breve que lo sintetiza, y me sirviese como discurso para su lectura, a la Conferencia Episcopal Venezolana.
Mi idea sobre la cuestión la he sintetizado así: No hay república sin nación, “que es el gobierno de los pueblos levantado en sus grandes experiencias sobre sí mismos”, como lo recuerda Lamartine”.
Se trata, en efecto, de recrear entre nosotros y en esta hora adolorida de deconstrucción nacional, a esa patria que, como lo dijese el patricio don Miguel J. Sanz, nos permite ser “libres como debe serlo”. Es aquella en donde se encuentran nuestras raíces genuinas y nos hace memoriosos a distancia del tiempo recorrido y en los espacios siderales hacia los que nos hemos atomizado los venezolanos.
El Episcopado, en mensaje con ocasión del Bicentenario de la Batalla de Carabobo del 23 de junio del pasado año planteó de urgente REFUNDAR LA NACIÓN. Lo destaca así, en letras mayúsculas, como para que no se olvide lo central del compromiso que interpela: “Mantener viva la herencia que nos dejaron los padres de la Patria [todos y no uno] y, así entonces, dar el paso necesario e impostergable de [ver renacer] a Venezuela, con los criterios de la ciudadanía e iluminados por los principios del Evangelio”.
Sin decirlo, los Obispos devuelven nuestra mirada al ser que aspirábamos a ser una vez como llegamos a nuestro siglo XVIII, en plena colonia, en vísperas de nuestra Emancipación, que se frustra luego al desmoronarse la Primera República.
El documento de la Iglesia Católica hace un ejercicio sobre lo que visualiza ella como un regreso necesario hacia nuestros valores fundantes, para reafirmarlos y reparar la fractura de la nación nuestra acontecida; para que den otro fruto bueno reconstituyente de la venezolanidad y de nuestra pertenencia a lo americano o colombino: “Basada en los principios que constituyen la nacionalidad, inspirada en el testimonio de tantos hombres y mujeres que hicieron posible la Independencia, la tarea que nos concierne de cara al futuro es rehacer Venezuela, pero sin poner la mirada atrás con nostalgia”, precisan los purpurados.
Refundar a la nación, reencontrarnos con nuestras raíces, con las formantes de nuestro ethos hecho conciencia, encarnado, y constatar si acaso lograron afirmarse y trasegar o se conservan latentes por sobre el promontorio de nuestros desencuentros intestinos, al cabo tiene un propósito existencial: Revertir el daño antropológico al que hemos estado expuestos y padecido como pueblo durante las dos últimas décadas, resultado de un traspiés político inaugural que aún impide nuestra real Emancipación. Lo actual, ciertamente, es como el río que llega al mar para morir, luego de su larga travesía.
La Conferencia Episcopal sugiere tomar como hito o síntesis de lo nuestro y para reconstruirnos a la misma batalla que sella nuestra Independencia: “Descubrir el significado de “Carabobo” para todos nosotros”, sostiene. Empero, abriendo el compás y validando nuestra perspectiva acepta que “se trata de la reafirmación de un proceso anunciado el 19 de abril de 1810 e iniciado formalmente el 5 de julio de 1811 al firmarse el Acta de la Independencia”.
Y es esta una precisión relevante, pues Carabobo, observado desde la miopía, tendría a dos actores, a dos miradas, a dos narrativas que aflorarán luego para marcar trágicamente el devenir venezolano: Simón Bolívar y José Antonio Páez.
Lo cierto es que la Venezuela anterior a Carabobo, la profunda, al menos hasta la formación de la Primera República señalada, es una en lo intelectual y en lo racional. Otra distinta o macerada la que nace de las espadas y nos ata a la cultura de la dependencia, de suyo a la de la confrontación fratricida hija del desafecto; esa que nos impide aún ser “nación de hombres libres” y nos tiñe de voluntarismo épico, junto a sus mesianismos inherentes.
Como lo creo, tras un ejercicio de conjunto, la tarea planteada por los Obispos y así ajustada impondrá dejar atrás los mitos; sobre todo los nacidos o forjados de nuestras vivencias y convivencias bajo patadas históricas recurrentes, que se acumulan durante nuestros últimos 200 años. Lo de hoy, trágico en extremo, es sólo un hito o desenlace.
Urge – fue mi conclusión ante la egregia academia, que alivia mi pecado de ostracismo – ponerle término a la preocupación que acerca de nuestra circunstancia expresara uno de nuestros eminentes historiadores. Germán Carrera Damas ha dicho que nos hemos ocupado “más de lo que a Venezuela faltaba, o de lo que Venezuela debía ser, que de lo que Venezuela era”.
En efecto, si la nación, como sublimación de la patria, implica ser libres como debemos serlo, vale igualmente la precisión añeja de José Gil Fortoul que juzgo es compartida por el mensaje de nuestro Episcopado: “Esta injerencia arbitraria del Estado en la vida moral de los ciudadanos, proyecta una sombra muy densa sobre el carácter verdaderamente liberal de las instituciones venezolanas”. Diluye al cabo el ser que somos desde nuestro más lejano amanecer. Es lo que cabe conjurar, en suma.
Asdrúbal Aguiar