Chile celebra el próximo domingo un plebiscito de salida que definirá el destino de la propuesta de nueva constitución. Surgida a raíz del estallido social de octubre de 2019 y concebida con el objetivo claro de bajar la temperatura a la demanda de los manifestantes, la propuesta fue producto de una convención constituyente con un amplio predominio de factores de izquierda y cuyo desarrollo fue objeto de polémica por la excesiva informalidad en sus deliberaciones.
El texto definitivo, cocinado y aderezado durante casi un año en la convención, tiene 388 artículos y 57 normas transitorias, con lo que será —de aprobarse— una de las constituciones de mayor extensión en el mundo. También tiene 11 capítulos. Y allí, en mi opinión, está el germen de su propia destrucción. En América Latina hay ejemplos de constituciones entendidas como maximalistas por tener un extenso catálogo de derechos y abordar, incluso, materias de política pública. Un ejemplo nítido es la constitución venezolana. Y observando los miserables resultados en materia de bienestar general, la realidad es que ese maximalismo ha resultado un fiasco. Es lógico: las expectativas desmedidas conllevan a una frustración garantizada, ya que la sola voluntad de incluir un texto en la constitución no significa que se puedan cumplir esos mandatos.
Las constituciones, en estricto rigor, deben ser textos que tengan como finalidad lograr la limitación del poder estatal. Existe una relación aritmética entre la reducción de los poderes del estado y el aumento en la libertad del individuo. Un ejemplo de ello es la carta magna de Estados Unidos, que es bastante corta y contempla pocos derechos, pero que ha funcionado bastante bien en dotar al coloso del norte de un formidable soporte jurídico y que ha cooperado para instalarlo en el pedestal de superpotencia mundial. Por el contrario, los sistemas constitucionales muy ambiciosos, o sea aquellos que quieren resolver todos los problemas, como lo podrían atestiguar la mayoría de los países de nuestra región, son básicamente demagogia en estado puro.
Una nueva constitución no resolverá los problemas de Chile. Y si es una tan difusa, tan desenfocada, menos. Ni Chile ni América Latina, en un sentido más amplio, necesitan refundaciones, como no se cansa de insistir la izquierda retrógrada de la región y su maquinaria de propaganda. Lo que se requiere es hacer que el estado funcione; que funcione con nosotros, no sobre nosotros; que esté a nuestro lado, no que corra a nuestras espaldas. El Estado puede y debe ofrecer oportunidades, no ahogarlas; fomentar la productividad, no suprimirla. La historia enseña lo peligroso que resultan los gobiernos todopoderosos, donde el control político prima sobre el libre crecimiento económico, donde la burocracia ahoga los ímpetus de superación de la gente. A la larga, todo ello se combina para cohibir la excelencia individual y la libertad personal.
El único objetivo de una buena constitución debe ser bastante simple: fomentar la infraestructura de la democracia, la prensa libre, sindicatos, partidos políticos, universidades, que permitan a la gente elegir su propio camino, para desarrollar su propia cultura, para reconciliar sus diferencias a través de medios pacíficos.
Parafraseando a ese gigante de la geopolítica llamado Ronald Reagan, el pueblo, es decir la gente, le dice al gobierno lo que debe hacer, no al revés. El pueblo es el conductor, el gobierno es el vehículo. Y el pueblo decide adónde debe ir, por qué ruta y qué tan rápido. Casi todas las constituciones del mundo son documentos en los que los gobiernos le dicen a la gente cuáles son sus privilegios. Y eso está mal. La pura verdad es que no debemos sentirnos con derechos ilimitados por el simple motivo de haber nacido de manera circunstancial en un área geográfica específica. Los derechos se ganan a pulso. La constitución de Chile debe ser un documento en el que el pueblo le diga al gobierno lo que se le permite hacer. Recordemos que los países más desarrollados del orbe basan su crecimiento y solidez en una alianza irrompible entre libertad política y libertad económica, es decir entre democracia y libre mercado. Más democracia y más libre mercado, es la receta hacia el éxito. Hacia allá debe ir Chile. Y para plasmar ese norte de prosperidad en una constitución, no se requieren 388 artículos.
Félix O. Gutiérrez P.