Por: Luis Eduardo Cortés Riera y Henry Vargas Ávila
Fue el escritor venezolano Mariano Picón Salas quien dijo que “a pesar de dos siglos de enciclopedismo y de critica moderna, los hispanoamericanos no nos evadimos enteramente del laberinto barroco. Pesa en nuestra sensibilidad estética y en muchas formas complicadas de psicología colectiva”. 1 El mexicano Octavio Paz agrega que “habría que añadir que también está presente en la vida política: el nepotismo y demás supervivencias del patrimonialismo español; en la vida sexual y en las relaciones familiares, dominadas por las figuras antagónicas y complementarias del Patriarca, el Parrandero y la Madre y en otros rasgos de nuestra vida moral e intelectual…”.
Mucho ha hecho el Santo Concilio de Trento del siglo XVI para normar las conductas de los católicos, proclives al desenfreno y a la vida disoluta. Los sacerdotes de este conclave determinaron que el matrimonio es un sacramento y además como un contrato, que nace de un acuerdo de voluntades y que es, según el Canon 7, Sección XXIV, un sacramento indisoluble: para toda la vida.
En la remota ciudad de blancos de Carora, ubicada en el semiárido occidental de Venezuela, llamada con justeza desde principios del siglo XX “Ciudad levítica de Venezuela”, los sacerdotes inventaron una cosa muy ingeniosa llamada “cárcel del amor” para colocar allí a las parejas matrimoniales en conflicto y desavenencias. Estaba de por medio la lección moral de san Juan el Bautista, quien fue condenado a morir por Herodes Antipas, quien cortejaba a la esposa de su hermano, relación que desaprobaba con ardor públicamente Juan y que le cuesta la vida.
A pesar del rígido patriarcalismo existente entre los mantuanos o patricios caroreños y quizás por ello mismo, el sagrado vínculo del matrimonio entraba en esta ciudad temerosa de Dios en serios descontentos y antagonismos. Como no existía el divorcio matrimonial, que no llega sino con el presidente Cipriano Castro a principios del siglo XX, había que hacer lo posible que las parejas se reconciliaran sin llegar a la ruptura total. Había casos de infidelidad y hasta desamor, pero la Iglesia Católica con su poder creía necesario restaurar el orden perdido. El adulterio era frecuente y quizás lo que motivaba a los curas de la iglesia de san Juan a encerrar a parejas desacordadas.
Para tal fin se dispuso una pequeña habitación contigua a la sacristía, donde las parejas enojadas y en conflicto pasaban días y semanas juntos y bajo la vigilancia estricta de los levitas. Se les suministraba literatura sagrada, se les sermoneaba y se les proporcionaban la debida alimentación y una cómoda cama. Con todo, la “cárcel del amor” no logra de manera total evitar las uniones extramaritales y a veces ellas eran toleradas por la sociedad. Muchos mantuanos caroreños se sienten orgullosos de tener hijos naturales. Lo veían como una manera de garantizar confiable obra de mano para sus haciendas y fincas ganaderas bovinas y caprinas.
Esta celda de cupido ha desaparecido y solo queda el recuerdo de ella. Contribuyó a ello la implantación del divorcio vincular en 1904 por el “Cabito” Cipriano Castro, a la relajación general de las costumbres por influencia anglosajona y a la llegada de la ciencia de la psicología a Venezuela que hicieron inoperantes los eróticos barrotes de la iglesia de San Juan Bautista de Carora.
Es una verdadera pérdida para la memoria sentimental que no haya quedado registro fotográfico de esta curiosa celda, que hubiese maravillado al mismísimo padre del psicoanálisis, el médico judío Sigmund Freud y también al autor de La llama doble. Amor y erotismo, el Nobel de Literatura mexicano Octavio Paz.
Luis Eduardo Cortés Riera.
Henry Vargas Ávila.