Ha sido difícil revertir, salvo en intersticios, el proceso de deconstrucción social y política que avanza raudo en Occidente, en especial en Iberoamérica, desde hace unos 30 años. El mismo se acelera tras la pandemia y el aldabonazo de la guerra, e incluso contando con aquiescencias en USA y hasta en el “gobierno” vaticano.
En espacios críticos como Venezuela, todas las formas de la experiencia política: manifestaciones o deslaves de masas pacíficas sin precedentes numéricos, diálogos con actores externos e internacionales, muertes en las cárceles o en las calles, participación y abstención electorales, intervenciones militares, en suma, agotándose literalmente las alternativas, han sido ensayadas sin éxito desde el paro nacional de 2001. Que se reincida aún hoy y se las limite al ejercicio procesal democrático, responde a un mero efecto reflejo: cuestión exclusiva entre oficiantes de la política doméstica. La nación, hecha jirones, sobrevive.
Brasil, desde donde toma cuerpo el diseño de reconversión marxista cubana tras la caída de la Cortina de Hierro y la búsqueda de otros nichos de conflictividad social, estimula el morbo disolvente de la corrupción con Odebrecht a la cabeza y en yunta con los dineros del petróleo venezolano para desestabilizar gobiernos y hasta provoca el suicidio de un expresidente; pero su responsable, Lula, sale de la cárcel y acaso regrese al poder por vía electoral.
Se trata, pues, de un fenómeno de deconstrucción ética de los cuerpos sociales y culturales tras el que el andamiaje republicano y la organización pública que recubre a los primeros como soportes necesarios, se descoyuntan. Restan como simulación en el teatro de la democracia, para ensayos de narcisismo político.
Tal tendencia hacia la pulverización de lo social y renovando sus contradicciones fue explotada con éxito desde el Foro de Sao Paulo, como entente utilitaria forjada de manos de la dictadura cubana hacia los años 1990-1991, luego tamizada tras tres décadas con el Grupo de Puebla. Y en su decurso, es lo paradójico, arrastra hacia su deslave a partes del centrismo político y también de las derechas, y a no pocas élites del mundo empresarial, financiero y comunicacional.
Todos a uno hoy adoptan la agenda de la deconstrucción y la normalizan, desde la ONU y en Pekín. Es el camino abonado para las formas de totalitarismo y control posmodernos. A sus ítems, como la gobernanza digital, las discriminaciones positivas de raza y de género con sus identidades de exclusión, el culto de lo ambiental y ecológico, la banalización de la vida humana en el comienzo y su final, la ruptura de la memoria intergeneracional, se los muestra como contenidos de un proyecto que, a la vez que prostituir el sentido ético político de la libertad, “inflaciona” los derechos hasta desfigurarlos y mudarlos en productos al detal, extraños al principio de la dignidad inviolable de la persona humana.
Pues bien, sólo entendiendo y sujetando a la razón pura y práctica este movimiento de fractura en las capas tectónicas de la cultura en Occidente, junto a sus universales, y no obviándose que desde atrás le viene su impulso – el Memorándum Kissinger 200 de 1974 para el control poblacional y la promoción del aborto con vistas a la seguridad global – será posible la forja de una reacción reconstituyente de las bases antropológicas que aún sostienen a la civilización judeocristiana que nos integra.
No por azar, en 1991 habla el Club de Roma de una olla de presión que despierta fenómenos, devociones nacionalistas y conflictos hasta ahora ocultos por la bipolaridad internacional”, susceptibles, lo dicen los autores de la Primera Revolución Mundial (A. King y B. Schneider) de “poner en peligro a toda la especie humana”.
Recuerda en 1996, además, que “el mundo está pasando un período de trastornos y fluctuaciones en su evolución hacia una sociedad global, para la cual la población no está mentalmente preparada”. Y agrega que, como “resultado, su reacción es a menudo negativa, inspirada por el miedo a lo desconocido y por la dimensión de los problemas que ya no parecen ser a escala humana. Estos temores, si no se abordan, pueden llevar al público a extremismos peligrosos, un nacionalismo estéril y fuertes confrontaciones sociales”, concluye.
Ahora, si analizamos el “metaverso” venezolano, vemos a unos distraídos en el debate sobre “políticas públicas” mientras otros cuidan de sus precarias cuotas electorales – falacias en naciones que se han deconstruido – o acompañan a la mineralización del mal absoluto, a saber, la anulación de la conciencia de nación. Entre tanto, el cosmos de inseguridad e incertidumbre hace estragos en un Occidente que declina, cae, y nos apresa, trasvasando sus activos intelectuales y materiales, al igual que le ocurriese a Roma en el año 330 d.C., a la Constantinopla del siglo XXI: ¿China, Rusia?
Las preguntas huelgan, sin líderes o visionarios que las respondan.
La persona humana – que, desde su soledad originaria y autoconciencia, a partir de la percepción de sí misma y su autodeterminación le pone nombre a todas las cosas creadas y objetos de la Naturaleza, sin que otro la ayude para identificarse a sí misma – ¿aceptará ser mero dato o usuario o elemento que seguirá nutriendo a los algoritmos de la gobernanza digital en curso; esa que a diario condiciona las sensaciones e hipoteca el discernimiento? ¿Aceptará verse metabolizada y cosificada por las leyes evolutivas y matemáticas de la Naturaleza, dado el reclamo de la conservación o la transición verde, obviando que como criatura racional se encuentra situada en la cima de la misma Creación?
Los lazos de afecto se han roto o se han hecho distantes por efecto de la diáspora hacia afuera y hacia adentro de los venezolanos. De modo que, hasta que las heridas restañen y cesen los odios o enconos entre sus élites, como lo creo, aquellos no dilapidarán horas de supervivencia – transitando por la selva del Darién o esperando la medicina que no llega – para simular farsas republicanas o escuchar a sus cicerones.
Asdrúbal Aguiar